sábado, 16 de noviembre de 2013

Jean-Luc Seigle, 1

Envejecer


            He citado en otra ocasión, me parece, a una mujer considerada gran actriz de teatro. Ni a Fernando ni a mí  nos gustó nunca demasiado, pues gesticulaba en exceso y su voz chillona aplanaba, curiosamente, los personajes de la tragedia griega. La vi, si no me falla la memoria, en el Lope de Vega y tal vez en aquellos Festivales de España que se celebraban en la plaza del mismo nombre donde escuché también a Quilapayún por un precio más que razonable (bien es verdad que algún pequeño gran enchufe teníamos a la hora de conseguir las entradas). No diré el nombre de la actriz—intelligenti pauca—, mas recordaré con agrado la entrevista que le hizo Salvador Pániker en el libro Conversaciones en Cataluña, que publicó la editorial barcelonesa Kairós. Unos años después, quizás en un dominical, manifestaba aquella mujer con ojos de gato y con una gran inteligencia natural que “envejecer le parecía injusto”. Antes, frisaría yo los quince años, aún me veo con una nitidez casi absoluta: estoy en el salón de la casa de mis padres, pegado al ventanal, sentado sobre una silla muy recta con una pequeña mesa delante sobre la que descansa una Olivetti de color azul ya sacada con cuidado de un estuche del mismo color partido en dos por una amplia franja negra vertical. Había estado escribiendo, o más bien pasando mis notas a máquina, sobre Antrátolyo, el Señor de los Mil Nombres, un personaje diabólico al que espantaba la muerte y que al final de la historia resultó no ser muy diferente del autor, maguer mejor persona (vale: no tiene mérito, porque nunca fue difícil). Me detuve un instante vacilando: Antrátolyo era mucho mayor que yo y su búsqueda me suscitaba compasión, porque había dejado muchas existencias a sus espaldas. Arranqué unas hojas y comencé a escribir con agobio sobre el paso del tiempo, porque mi vida verdadera se quedaba siempre detrás; sentí el peso del tiempo, ése que un reloj es incapaz de marcar, y me entristecí por primera vez en mi vida con la contemplación de mi propia existencia finita. No había miedo, sino melancolía. Cualquiera verá que tal situación no es sino la preocupación de un adolescente recién salido de su infancia adulta; pero los años siguientes me continuó invadiendo la misma congoja y, además, tracé inconscientemente un camino que me condujo a aquel puerto oscuro: releía una y otra vez La agonía del cristianismo, de don Miguel de Unamuno; la novela de Mika Waltari, Sinuhé, el egipcio, que había leído en quinto de bachillerato en una de aquellas ediciones infames de Plaza y Janés que se vendía en los quioscos, me aterraba por su manera de poner ante mis ojos el devastador paso del tiempo. Antes realicé mi primer intento de leer Las confesiones; aprendí de memoria en tercero de bachillerato, gracias al padre Carlos, Las coplas de Jorge Manrique, con su devastador ritmo de pie quebrado, me aficioné a don Antonio  y memoricé aquel maravilloso poema de heptasílabos y endecasílabos (que siempre se han llevado bien en la lírica española), irrepetible, que me sigue haciendo llorar:


A José María Palacio


Palacio, buen amigo, 
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos 
del río y los caminos? En la estepa 
del alto Duero, Primavera tarda, 
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!... 


¿Tienen los viejos olmos 
algunas hojas nuevas? 

Aún las acacias estarán desnudas 
y nevados los montes de las sierras. 
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, 

allá, en el cielo de Aragón, tan bella! 

¿Hay zarzas florecidas 
entré las grises peñas, 
y blancas margaritas 
entre la fina hierba? 

Por esos campanarios 
ya habrán ido llegando las cigüeñas. 

Habrá trigales verdes, 
y mulas pardas en las sementeras, 
y labriegos que siembran los tardíos 
con las lluvias de abril. Ya las abejas 
libarán del tomillo y el romero. 

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? 

Furtivos cazadores, los reclamos 
de la perdiz bajo las capas luengas, 
no faltarán. Palacio, buen amigo, 

¿tienen ya ruiseñores las riberas? 

Con los primeros lirios 
y las primeras rosas de las huertas, 
en una tarde azul, sube al Espino, 
al alto Espino donde está su tierra...


            Cada cumpleaños se transformó en un abismo de angustia: los odiaba porque el tiempo se me iba de las manos e, incapaz de detenerlo, sólo sabía hundirme bajo su peso. Antes de los treinta me dije: “El problema no es cumplir años, insensato, sino dejar de cumplirlos”; fue un bálsamo falaz, porque la nostalgia me siguió mordiendo incluso después de escuchar las hermosas palabras con las que se consagra la luz en la vigilia pascual: Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega,  suyo es el tiempo y al eternidad. Pensé que todo tiempo acabaría, pues por definición el tiempo debe pasar; busqué el texto luminoso del apocalipsis: ἐγὼ τὸ Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ ἔσχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος… La luz sigue poniéndose y con frecuencia todo me parece un atardecer, porque he vivido siempre mirando al lugar por donde se pone el Sol. Lo que se va nunca vuelve: ¿no es ésta acaso la experiencia de Abraham? Dureza en las palabras que El Eterno dirige a Moisés cuando éste  sube al monte Nebo y contempla desde la cima del Fasga, que mira a Jericó, la tierra desde Galaad hasta Dan: Ésta es la tierra que prometí a Abrahán, a Isaac y a Jacob, diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella. He vivido con la convicción de que nunca me será permitido entrar en la Tierra Prometida y, por eso, me gusta el sábado santo: permanecer alerta, como hizo Benjamin. Quizás eso sea envejecer: permanecer a las puertas del Paraíso desde donde un ángel de terrible belleza me contempla y una espada llameante cierra mi camino al árbol de la vida.

            Y todo esto porque quería hablar de la novela de Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013, que sin llegar a entusiasmarme, me ha dejado un buen sabor de boca. Como cualquiera se puede imaginar, la compré por el título tan triste como prometedor… Me disculparán si hablo de la novela en unos días, porque ya he aburrido suficiente.


            Shalom.

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