domingo, 27 de octubre de 2013

Nicholas Carr

Arremetamos



            El verbo arremeter lo asocio a un libro de Chesterton, a quien leí con asiduidad hace muchos años y a quien hoy, para mi desgracia, tengo un poco olvidado. Siento ganas de arremeter, de acometer con ímpetu, aunque sin demasiada furia. ¿Contra qué? Esta mañana arremetió contra mí, llena de furia, una de esas jaquecas cuyo ensañamiento consigue abatirme; sin embargo, no me ha destrozado del todo y estoy un poco como los tercios españoles en Flandes: rodeado, pero de pie (y como tituló con genialidad Francisco Ibáñez una de sus tiras cómicas, increíble, pero mentira, porque he estado vilmente postrado). Se lo debo a un médico, gran amigo, del que sólo daré su nombre, Joaquín, y a quien recordaré la deuda que tengo contraída, pues hace dos semanas se presentó en mi casa, después de una desesperada llamada telefónica, para liberarme de un dolor de cabeza tan impertinente como prolongado. Le aseguré que en como presente por su amabilidad —pues pagar los servicios de alguien capaz de librarte del dolor es imposible—le regalaría 14. Como es natural, la excelente persona que es Joaquín soltó: “No hace ninguna falta”, pero yo contraje una deuda de gratitud, una más, y quiero dejar constancia, pues ante la presente arremetida de la jaqueca mis murallas resisten, aunque no incólumes, gracias a un prodigioso fármaco. Quizás yo sea un ser hecho de tabaco, alcohol, irresponsabilidad y pastillas—alguien poco recomendable—, pero también estoy hecho de afectos, aunque como decía mi querido Antonio García del Moral nunca amamos a los demás como quieren ser amados y nunca nos aman con la exactitud que nosotros desearíamos. Recuerdo mis primeras jaquecas con catorce años: pensaba que mi cerebro se expandía y, consuelo estúpido para soportar el dolor, que aquellos espantosos dolores de cabeza capaces de llevarme a la cama a las seis de la tarde me harían más inteligente; pero la cabeza me siguió doliendo y no sólo no me volví más inteligente, sino que, nunca he alcanzado aquella lucidez de los catorce años, pues como reconoce con sabiduría Thomas Bernhard en la entrevista que le hizo Peter Hamm (recién publicada por Alianza) nunca somos tan lúcidos como en la adolescencia. Leer ¿Le gusta ser malvado? es casi una obligación. Admito aquí otra deuda, pues fue hace más de veinte años José María Vaz de Soto quien me recomendó por primera vez a Bernhard al que, como de costumbre, llegué tarde y eso que había escrito sobre Glenn Gould, por quien siento una devoción sin límites.


           ¿Cuándo entraron los ordenadores en nuestras vidas? Mi padre trajo a casa un  Spectrum allá por 1982 ó 1983. No me fascinó y sólo conseguí programar, y mal, un juego… Ya en aquellos tiempos yo escribía con pluma, como aún hago hoy, y presentaba trabajos y escritos en una máquina de escribir Olivetti. Un tiempo después mi hermano mayor adquirió para su empresa un ordenador Inves y, ampliando el negocio, hacia 1985, el primer portátil que conocí: un Toshiba que tenía, aunque no sé si recuerdo bien, un megabyte de disco duro y pantalla de gas. El fondo era oscuro y las letras, naranjas como las bombonas de butano; al encenderlo se tenía la impresión, debido al sonido, de estar trabajando con un quemador. Le costó un pastón (más allá de medio millón de pesetas) y cuando se le volvió inútil acabó en mis manos. Recuerdo haberlo conectado a una de aquellas viejas impresoras matriciales. Comencé trabajando con el procesador de textos Word Star; pasé al Word Perfect (diferentes versiones) y acabé en el Word. Como con el Dbase, perdí un montón de tiempo aprendiendo a manejar correctamente cada programa (especialmente con el Harvard Graphics con el que dibujaba los mapas de mis apuntes). Compré un equipo de sobremesa, lo cambié por uno mejor… una carrera interminable para poco, pues disfruto mucho más escribiendo a mano, oyendo el sonido de la pluma sobre el papel. En realidad, yo no necesito mucho más que un procesador de textos y, desde luego, prefiero escribir mis cartas a mano (aún me queda algún corresponsal, por fortuna). Desde muy pronto me llamó la atención que los genios de la informática y aquellos que estaban fascinados por el poder de la tecnología comparasen el cerebro humano con un ordenador. Confundían, sencillamente, el orden temporal de las cosas, pues los ordenadores guardan alguna semejanza con nosotros porque somos nosotros los que los fabricamos. Turing, al que conocí leyendo a Penrose, pudo ser un genio, pero sus secuaces se han confundido el pensamiento humano es mucho más complejo que el binomio uno/cero. Un ordenador no procesará la dialéctica…, pero como hoy se ha renunciado a cualquier razón que no sea reductible a la cuantificación matemática, acaban rechazándose  las formas de pensar que no son computables informáticamente. El mundo es más que álgebra.

               Arremetamos.


            Hace una semana leyendo teología tropecé con una cita del libro de Nicholas Carr, ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales, Madrid, Taurus, 2011. Ese mismo día compré el libro y lo leí de un tirón. No sólo me resultó interesante, sino que me ofreció muchos datos nuevos obligándome a repensar ciertos aspectos del impacto de las nuevas tecnologías. Al terminar el libro recordé unas declaraciones que Robert Redford hizo después de dirigir Quiz Show: introdujimos en nuestras casas la televisión sin pensar en las consecuencias. Redford, pensé (y un buen número de personas compartiría sin empacho mi juicio), no sólo era guapo, sino que además decía cosas con sentido. Ese viene a ser el mensaje de Carr sobre los ordenadores e interné; pero extrae, además, consecuencias. Así, pues, es hora de arremeter contra todo ese optimismo desaforado sobre interné, los ordenadores, los ivúes (recuérdese, por favor, que esa bárbara palabra se refiere a los cacharros que falsifican los libros) y toda la parafernalia comercial que los acompaña. En breve: nos volvemos tontos. Sólo por esta advertencia merece la pena leer la obra de Carr, aunque uno esté en desacuerdo con algunas de sus interpretaciones.

            El libro vuelve una y otra vez sobre la misma idea: los efectos que sobre nuestros cerebros tiene el uso continuado de las tecnologías informáticas. He calculado que un niño recién nacido pasará delante de las pantallas del ordenador, del teléfono móvil y de la televisión, si alcanza los ochenta años, la friolera de doscientas cuatro mil cuatrocientas horas; es decir, ochenta y cinco mil diecisiete días, que equivalen a veintitrés años y medio aproximadamente. Casi tanto tiempo como las horas de sueño; pero esto sin contar las horas que pasará ese niño delante de un ordenador en su trabajo… Alguna consecuencia debe tener semejante exposición, ¿no? Desde el principio pensé que interné, como los teléfonos móviles, las tarjetas de crédito, los documentos de identidad y las tarjetas sanitarias no eran sino mecanismos de control. Como he dicho en otras ocasiones, una cadena de infinitos eslabones invisibles; por cierto, una de las mañanas de la semana pasada al mirar mi teléfono móvil al levantarme descubrí el siguiente mensaje: “En las actuales condiciones tardaría 14 minutos en llegar a B. (lugar donde trabajo)”; ¿es posible un control mayor? Lógicamente, procedí a anular la localización; pero mi teléfono emite una señal y alguien siempre sabe dónde estoy. Control. Pero no sólo es el control. Hay algo más: las nuevas tecnologías hacen estúpidas a las personas. No sólo generan dependencia (¿quién no ha estado con alguien incapaz de dejar de mirar su móvil cada dos por tres?), sino que debido a la plasticidad de nuestro cerebro (que yo creía conclusa antes de lo treinta años), hacen que nuestro pensamiento se adapte a los modelos con los que trabajamos. Volver tontas a la personas garantiza, sin duda, la posibilidad de controlarlas. Carr nos advierte, de manera amena, de los efectos ya visibles de las tecnologías informáticas.

            Sin duda se trata de empresas que buscan obtener beneficios y, en este sentido, necesitan a consumidores enganchados. Como dijo el primer presidente hispano de la bebida gringa que disuelve la carne: “No se trata ya de que más gente consuma nuestro producto, sino de que los que lo hacen lo hagan con más frecuencia”. Seguro que los dueños de Google o de Apple, por no hablar de Microsoft, piensan lo mismo. Todo esto lo sabemos y, sin embargo, lo aceptamos acríticamente pretextando las ventajas de la tecnologías. Carr nos advierte de nuevo: alguna ventaja hay, pero son muchas más las desventajas: incapacidad para concentrarse no sólo por las continuas interrupciones, sino por los vínculos que nos llevan cual cabras de un sitio a otro sin parar en ninguno; desaparición de la memoria, incapacidad para seguir razonamientos largos, pérdida de tiempo, superficialidad del pensamiento… Cualquier que haya leído los mensajes de Twitter le dará la razón a Carr. Ejemplos: “Buenos días”. “Duchado y a cenar”. “Pal cine”. “Jugando en el ordenador…” Los ejemplos podrían multiplicarse. Sin duda, los adultos, acostumbrados a pensar de otra manera, se expresan con algo más de complejidad; pero nuestros jóvenes o aquellos que sólo leen y escriben con las nuevas tecnologías están, sin duda, alfabetizados digitalmente, pero son analfabetos. No es sólo la lectura en F, sino el soporte. Como dice Carr, internet parece hecho para que no leamos. Se ha hecho para volvernos superficiales.

            Si lo que pienso es cierto, la mayoría de las personas no habrán llegado hasta aquí, pero tal vez si leen esta frase volverán sobre sus pasos por el inmenso placer de llevarme la contraria. Los medios informáticos han añadido un poco de comodidad, pero su invasión no compensa las pérdidas. Quizás es hora de desconectar para volver a pensar. Interné nos vuelve superficiales, nos atonta y nos controla. Antonio solía decirme en broma, pues era un gran amante de los libros y poseía una formidable biblioteca, que lamentaba profundamente el invento de la imprenta, pues le había obligado a leer un gran número de libros perfectamente prescindibles. Ahora, sin embargo, no se trata de eso: el peligro que nos amenaza es perder la profundidad de la existencia, aquello que nos hace auténticamente humanos. Arremetamos, pues, contra la invasión no de las siglas, ¡ay, Dámaso!, sino de la tecnología. Viendo a los jóvenes, sentados sin mirarse mientras teclean mensajes en sus móviles, me siento de una raza en extinción. Muñoz Molina dijo que las lágrimas jamás empañarán la pantalla de un ordenador…

            No soy enemigo de la técnica, porque sería como ser enemigo de la filosofía, de la religión o del derecho: los conceptos son sólo eso y uno no puede emprenderla a golpes con todas las palabras que los sesudos alemanes escriben con mayúscula (el bueno de Savater, que me merece cada vez más respeto, se deslizó durante un tiempo por la pendiente de los sustantivos mayúsculos provocando un jocoso comentario de Carlos Díaz, de quien hace tiempo no sabemos nada); pero sí me parece que ha llegado la hora de oponerse a que las innovaciones tecnológicas invadan nuestras existencias (y nuestros cuerpos, como mostró en su momento un tipo al que sería bueno prestarle más atención, Paul Virilio) sin pasar por ningún filtro crítico salvo el de la rentabilidad y el del control de la población. Interné se ha convertido en un gran policía (véanse las condiciones de privacidad de Google, por ejemplo); pero no es lo peor, porque uno puede correr delante de la policía y puedes ofrecerle resistencia, aunque peguen duro (la policía, como el detergente, siempre pega más duro y se justifica lamentablemente con el monopolio de la violencia por el Estado, con su e mayúscula intimidatoria). No, lo peor es que cortocircuiten tu capacidad de pensar anulando de raíz cualquier oposición: es exactamente eso lo que está haciendo interné con las jóvenes generaciones. Al igual que nosotros, nacidos antes de los ochenta, debimos luchar para liberarnos de los estereotipos que grabó en nuestras mentes la industria gringa del cine (los pobres indios eran malos; los mexicanos, perversos… y el Imperio, Washington convertido en un nuevo Zeus, la salvación), las jóvenes generaciones tendrán que luchar por desconectar si no quieren acabar sufriendo una lobotomía. Sí, claro, exagero; pero, como en ecología, prefiero dar antes mi asentimiento a Greenpeace que a los estados; prefiero sospechar de tantas cosas supuestamente gratis ofrecidas por un sistema que sólo vive de la obtención de beneficios.

            Y una coda sobre los ivúes. La excusa del espacio (hasta Manuel Rodríguez Rivero la usó) es eso: una excusa. Leo en El País:

                   Las tabletas y lectores no son solo soportes, y los libros no son solo contenido. Los dispositivos son una ventana a un ecosistema de contenidos, como lo define Koro Castellanos, de Kindle España [este enlace remitía a una página de publicidad]. Los libros son objetos conectados que se abren otros libros y otros lectores. La experiencia está determinada tanto por lo que aporta el autor como por las posibilidades que aporta la plataforma (subrayados míos).
        (http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2013/10/25/actualidad/1382718498_258312.html)

            Lo dicho: el ivú quiere acabar con los libros y la industria editorial sonríe complaciente, porque hace negocio. Todo es progreso, satisfacción y, arremetamos, completa estupidez. Los usuarios de ivúes (me niego a llamarlos lectores) contribuyen a este asesinato premeditado. Juro odio eterno a las empresas vendedoras de semejantes aparatejos. Los autores no cobrarán más, pero el negocio será pingüe y los usuarios estarán entontecidos. Acabarán con las librerías, con los lectores y, peor porque borrarán todo horizonte de esperanza, con los libros. Por lo tanto, amigos, ¡resistid! Soltad carcajadas de desprecio cuando alguien os hable de los ivúes. Y apagad el ordenador, dejad de leer esto (oh, paradoja) y abrid un libro para perderos en sus bosques: será la única forma que tendréis de encontraros.


            Shalom.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado maestro:
olvidó poner a Dámaso en negrita.

Si DÁMASO levantase la cabeza, cambiaría la letra de sus monstruos y, probablemente, discutiría con usted sobre la teoría de que sólo los jóvenes pierden papeles y educación elemental con el uso de las nuevas tecnologías.

Para terminar, unas palabras de Machado:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.