sábado, 14 de septiembre de 2013

Delphine de Vigan

Experiencia


            En algún lugar de alguno de sus maravillosos libros es posible que el genio poético de Luis Rosales nos dejase escrito:

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

            Pocos versos hay con los que la triste sombra de mi alma se identifique más. Siempre, desde hace decenios, desde que el ochenta y cuatro cayó en mis manos Oigo el silencio universal del miedo, he sentido debilidad por el poeta granadino: ha sabido retratarme sin conocerme; decirme sin hablarme; dolerme sin golpearme. Como nos duele la vida, porque estar vivos es hacer en algún momento, depende de tantísimas cosas, experiencia de sufrimiento: de ver alejarse el barco con los que amas hacia un horizonte que tú jamás alcanzarás, sintiendo en el propio corazón un peso absurdo, pues, inalcanzables ya, entregarías tu último aliento por su felicidad. Duele esta vida incomprensible: no siempre se puede decir lo que uno siente; no siempre es oportuno; no siempre se tienen las palabras precisas. A veces sólo se tienen lágrimas y abrazos, olas de un no sé qué subiendo desde el pecho para cerrar la garganta. Sí, lloramos porque no sirve nada. Existe el don de lágrimas, lo sé. Con el sufrimiento me ha pasado exactamente—con esa estrictez matemática en la que tan poco sprit de finesse brilla—eso: no he tenido las palabras para consolar, pero tampoco lágrimas; he acertado en todo, menos en lo importante. No es espíritu de derrota, aunque sólo puedo creer en la moral de los individuos derrotados. En uno de los mejores discursos de J. F. Kennedy, político al que admiré al final de mi adolescencia (recuerdo perfectamente el pie de una fotografía en el libro de discursos políticos que compré en una librería de segunda mano: El Presidente Kennedy, aunque cansado, sonríe a los periodistas), en uno de aquellos discursos, decía, que le preparaban jóvenes talentos de Harvard, decía: Nosotros no elegimos las circunstancias, pero sí el modo de hacerles frente. Yo elegí mal todas mis batallas y no calculé mi fuerza: una y otra vez he rodado pendiente abajo, como Sísifo con su piedra, haciendo un esfuerzo que me parecía descomunal por mantenerme en pie, y era sólo un esfuerzo humano. Supongo que alguien me entiende.

            A veces nos duele más el sufrimiento de los demás, de aquellos por quienes entregaríamos la vida; pero ¡qué difícil es entregarla poco a poco! Desgastarse, apagarse como una vela cuyo pábilo vacilante no proporciona ya ninguna luz: la caña cascada no la quebrará; el pábilo vacilante no lo apagará. Estas palabras siempre me conmueven, aunque tampoco he conocido a quien las pronuncia desde hace muchos siglos. Contemplar—no sólo ver, sino detenerse con la mirada, con el corazón, en el insomnio nocturno que se transforma en pesadilla—sufrir a los que uno ama es una tortura. Y si el sufrimiento se lo inflige a sí misma la víctima, es tal vez peor porque a su angustia se suma la nulidad de la incomprensión ajena que descarga sobre el herido un castigo aún mayor, pues siendo incapaz de comprender, se equivoca en lo que dice y hace. Así el que se mantiene en el amor y contempla se siente impotente, una sensación que nunca me ha gustado, porque me trae recuerdos borrosos de mi infancia: siendo un niño, le pequeño de tres hijos, mi hermano mediano gustaba de tumbarme con la espalda contra el suelo y, cargando sobre mí su peso, me golpeaba inocentemente las mejillas imposibilitando cualquier reacción física de mi parte. Sólo me quedaba el verbo, mas entonces, como hoy, las palabras eran reacias a acudir a mi boca y con todos los músculos en tensión sólo sentía mi propia impotencia, mi debilidad. También recuerdo en mi horror—no soy, conste, ninguna víctima—una habitación oscura y el latigazo de una voz gritándome.

            ¿Por qué se hace daño a sí misma una persona? Había escrito por qué decide hacerse daño, pero he visto en muchas ocasiones infligirse heridas habiendo decidido tal vez ser feliz, construirse una imagen, un cuerpo, en el que sentirse a gusto, aunque para ello uno debiera destruirse. Quien haya leído en otras ocasiones esta gacetilla lo sabe: los psicólogos, a los que como personas respeto, me parecen casi peores que los charlatanes de feria, pues los he visto, y hasta los he sufrido, dar palos de ciego con una absoluta seguridad: manipulados por sus enfermos, construyendo teoría tras teoría, creyendo que conocen a sus clientes—me resisto a usar el término pacientes si habla de los psicólogos—al dedillo después de haber charlado con ellos una hora, reconstruyendo sobre la marcha sus ideas sin importarles un ápice el sufrimiento de quienes esperan, invitando a confiar mientras te venden por la espalda… Y, sin embargo, nuestra sociedad está llena de psicólogos, terapeutas les gusta llamarse a muchos de ellos, por algún motivo. Dicen que aumentan las enfermedades mentales: las estadísticas lo ponen de manifiesto, pero las estadísticas se usan, como sabemos, para apoyar tesis contradictorias. Se habla de estrés, de las complicaciones de la sociedad urbana, de la desestructuración familiar, de los medios de comunicación… En el caso de la psicología se nos alerta de que aún no hay profesionales suficientes. La rueda gira y se retroalimenta; alguien con más talento podría escribir un cuento titulado Se necesitan enfermos: debido al aumento de psicólogos por metro cuadrado fue imprescindible inventar nuevas enfermedades para ofrecerles trabajo. Sin embargo, no quiero detenerme en estos asuntos, porque no son decisivos y porque sé, sí, también yo, que no todo es así. 
              
    He leído de un tirón el libro de Delphine de Vigan, Días sin hambre (trad. de Javier Albiñana), Barcelona, Anagrama, 2013. De la autora francesa había leído antes Nada se opone a la noche, que me resulto interesante y me agradó leer. Sin embargo, no esperé Días sin hambre porque me hubiese hecho adicto a de Vigan (como me hice adicto en otras épocas a Dostoiesky, Pío Baroja, Greene, Echenique, García Márquez, Camus, Mújica Láinez, don Rafael Sánchez Ferlosio y tantos otros que me han llevado a mis adicciones actuales). No, esperé la nueva novela de la francesa por el tema. Debo señalar que Días sin hambre, cuyo contenido autobiográfico resulta evidente, es la primera novela que publicó (lo hizo bajo pseudónimo: Lou Delvig). Siguiendo una costumbre criticada recientemente por Richard Ford, la de publicar todos los años una novela, la editorial Anagrama ha editado este septiembre ese primer libro.

            Días sin hambre es el diario de un ingreso hospitalario, aunque el capítulo final sea una celebración fuera de los límites del hospital. Laure, la protagonista,  acepta ingresar en un hospital de la mano del doctor Brunel, del que idealmente se enamora. ¿Cuál es la enfermedad de Laure? De Vigan ha procedido con suma cautela y sólo menciona la palabra anorexia un puñado de veces. Ha tenido que resultar doloroso escarbar en los recuerdos de la enfermedad, reconstruir el sufrimiento, tocar las cicatrices nunca cerradas para siempre; pero de Vigan lo ha hecho y yo diría que muy bien, pues no ha caído ni en el sentimiento de pena ni se ha regodeado morbosamente en el daño. A veces expone incluso la situación de una manera tan distante que se diría fría; pero este lector, yo, lo agradece porque así se ha podido ver reflejado y ha creído comprender algunas razones que le estaban vedadas. Gracias a Dios, la autora no ha procedido como una psicóloga, sino como la enferma. No analiza: expone. Sin duda, los técnicos dirán la paciente establece una relación de trasferencia con el doctor, pues proyecta en el analista, que en la novela no lo es, sus experiencias inconscientes (es verdad que esto sirve para explicar tanto la hostilidad hacia el médico como la más rendida entrega; lo explica todo; luego no explica nada, como nos enseñó Popper); pero aquí las opiniones de semejantes agrimensores nos traen al fresco (sí, uso un nos mayestático para fastidiarlos un poco más).

            En el largo proceso de volver a aprender (pues la estancia en el hospital se alarga un trimestre) hay una sinceridad desgarradora. Aquí conviene felicitar al traductor, Javier Albiñana, pues quien de una u otra forma esté familiarizado con esa enfermedad reconocerá el significado fuerte de muchas de las palabras que usa Laure, Fati o Anaïs. Retrato tan borroso como preciso es el de la azul, cuyas palabras hieren a Laure hasta que consigue que resbalen, pues imperceptiblemente—y esto es un prodigio en el relato—recupera su dignidad hasta dejar de sentirse culpable por existir. Sin excesivas descripciones, con diálogos vivaces y entrecortados en los que es preciso leer entre líneas más allá de los primeros significados, la autora francesa nos regala una buena novela. Además, de Vigan, en la crudeza de una enfermedad incomprensible salvo para quien la padece, nos deja una puerta abierta, una esperanza. No es poco. Merece la pena leer Días sin hambre (y lo digo sabiendo que no tengo ninguna autoridad en estos asuntos) no sólo por el tema, sino por la forma.

            ¿Por qué se hace daño a sí misma una persona? Ya no leemos poesía, no escuchamos cuentos—ésos que la hacen tanto bien a Laure en los labios del doctor—, sino que nos sentamos delante de las pantallas a que nos escupan basura a la cara. Apagad los televisores, desconectad las pantallas y salid a la calle para ver los árboles, el azul profundo y el blanco prodigioso de las nubes. Sentémonos en la terraza de un café con un libro entre las manos. No hay peor condena que la de quien ya no quiere vivir. Hace unos días, en una reunión, me soltaron un montón de siglas. Y recordé a mi buen amigo Dámaso, Dámaso Alonso, el poeta, el marido de Eulalia, el que posaba forzando el gesto en mitad de Gredos con chaqueta y corbata; Dámaso, el viejo prematuro al que tan difícil es encontrar con una sonrisa en el rostro; Dámaso el poeta de versos límpidos y claros, el de Pizca;  recordé un poema que escribió el año de nacimiento de Juan Vicente Piqueras, el año perfecto, mil novecientos sesenta:


LA INVASIÓN DE LAS SIGLAS

(poemilla muy incompleto)

       A la memoria de Pedro Sali­nas, a quien en 1948 oí por primera vez la troquelación "siglo de siglas"

USA, URSS, OAS, UNESCO:
ONU, ONU, ONU.
TWA, BEA, K.L.M., BOAC
¡RENFE, RENFE, RENFE!

FULASA, CARASA, RULASA,
CAMPSA, CUMPSA, KIMPSA;
FETASA, FITUSA, CARUSA,
¡RENFE, RENFE, RENFE!

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.,

S.O.S., S.O.S., S.O.S.!

   Vosotros erais suaves formas:
INRI de procedencia venerable,
S.P.Q.R:, de nuestra nobleza heredada.
Vosotros nunca fuisteis invasión.
Hable
al ritmo de las viejas normas
mi corazón,
   porque este gris ejército esquelé­tico
siempre avanza
(PETANZA, KUTANZA, FUTRNAZA);
frenético
con férreos garfios (TRACA, TRUCA, TROCA)
me oprime,
me sofoca,
(siempre inventando, el maldito, para que yo rime:
ARAMA, URUMA, ALIME,
KINDO, KONDA, KUNDE).
Su gélida risa amarilla
brilla
sombría, inédita, marciana.
Quiero gritar y la palabra se me hunde
en la pesadilla
de la mañana.

   Legión de monstruos que me agobia,
fríos andamiajes en tropel:
yo querría decir Madre, amores, novia;
querría decir vino, pan, queso, miel,
¡qué ansia de gritar
muero, amor, amar!

    Y siempre avanza:
USA, URSS, OAS, UNESCO,
KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,
PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA.
 ¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!
Oh Dios, dime
¿hasta que yo cese,
de esta balumba
que me oprime,
no descansaré?

   ¡Oh dulce tumba:
una cruz y un R.I.P.!

            Hice una pregunta para la que no tengo ninguna respuesta infalible; lo siento. Pero sí tengo un abrazo, una caricia y un beso. Quiero ser Orfeo. Lamento mi impotencia, mas lloramos precisamente porque no sirve de nada.


            Shalom.

6 comentarios:

Unknown dijo...
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Anónimo dijo...

Me va usted a permitir discrepar sobre su críttica hacia la psicología. Soy bulímica y agradezco todo el apoyo que un psicólogo me ha ofrecido durante algunos años. Quizás usted haya tenido mala experiencia con ellos, no lo dudo, pero no es motivo suficiente para una crítica tan feroz hacia esa profesión. Aparte de ello, enhorabuena por el post

Hutch dijo...

Puedo imaginar la historia personal que está escondida en esos ramalazos punitivos, por lo que la escritura autoflagelativa que basa esta entrada intuyo que es una vía de escape a los demonios íntimos.

Por otra parte, uno tiende a extrapolar las experiencias negativas para generalizar con los colectivos profesionales; la injusticia que deviene de esta premisa creo que es evidente y más para alguien tan inteligente como Vd.

Pienso, asimismo, que una de las formas más sibilinas de orgullo es algo que Vd. practica: el autodesprecio personal.

Permítame que le "haya dado caña" en este comentario. Sabe que es con aprecio. Quizá sea una forma de venganza por privarnos definitivamente de su presencia.

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Querida anónima: no tengo que permitirle discrepar, porque usted es muy libre de hacerlo. No he tenido tan malas experiencias como usted (y Angelus suponen); solo peores. No dudo de la verdad de sus palabras, pero no puedo compartirlas. Y, agradeciéndole su sinceridad, le doy todo el apoyo que alguien como yo puede dar. Muchas gracias.
Angelus, no generalizo, porque ni siquiera tengo experiencias suficientes para hacer una inducción. Más bien deduzco: la psicología no es una ciencia, pues no conozco ninguna ciencia donde sean posibles escuelas de apego y desapego (Gestalt, funcionalismo...no voy a recordar la relación de Freud con Jung ni las opiniones netamente diferentes de Frankl). Puede reducir la psicología a estadísticas; pero en ese caso sólo habla de frecuencias. Es muy difícil definir comportamientos correctos sólo con estadísticas; normales (ajustados a patrones sociales), sí; pero correctos (ajustados a principios), no. Por otra parte, no diré nada respecto a la acusación de orgullo sibilino que me hace, porque no sólo soy una persona humilde, sino que no le aclararía nada, ¿comprende? Y sé, por último, que usted no sólo no es vengativo en modo alguno (ni siquiera en los juegos), sino que es una excelente persona. Le echo de menos, querido amigo. Y lo digo con orgullo.

Anónimo dijo...

¡Por fin he comprado un libro este verano! Ayer, recien leída su entrada, supe que debía leer "Días sin hambre". Casi nunca me dejo llevar por los impulsos (menos aún los que suponen un desembolso económico) pero, esta vez,lo he hecho y acabo de concluir la lectura.
No sé por dónde empezar, pero ya irán surgiendo las palabras; perdone usted si lo hacen desordenadamente. Nadie es perfecto, ni los psicólogos.

"Días sin hambre" me ha emocionado no tanto por la forma como por el fondo: pienso que nadie puede describir mejor un sentimiento que quien tiene experiencia sobre él. Mi vinculación con esta enfermedad
es desgarradora, pero no soy Laure. Ella puede alterarme, aterrorizarme, sacudirme, odiarme, vapulear mi alma y mi cuerpo...pero no soy ella. No veo en el espejo lo que ella ve. Sólo observo mi propia impotencia y una desesperanza perpetua que llega a formar parte de los que asistimos a la autodestrucción de las personas a las que amamos. Siempre quise tender mi mano y mi corazón; no lo aceptaron. Quizás no lo hice de la forma esperada.
La anorexia - la que sólo se nombra un puñado de veces- y lo inexorable...dice Laure. Sin embargo, ella, sale adelante: necesito quedarme con eso. Esperanza.
Ciertamente hay mucho que leer entre líneas.

Gracias por recordarme que aquel viejo prematuro existe: buscaré para reencontrarle.

Tendría muchas cosas que comentar del libro, de su post, de los comentarios...pero es mejor callar a tiempo. Si alguna vez fui azul, no quiero serlo.

Unknown dijo...

Bueno, parece que has vuelto a la carga contra los enemigos de toda la vida, como en Castilleja. Quizás deberías buscar también algún enemigo nuevo.