martes, 27 de agosto de 2013

Juan Vicente Piqueras

El año perfecto



            En unos días muchos de nosotros recuperaremos las rutinas después de unos días de vacaciones más o menos venturosos. Difícil es saber de inmediato, con el pasado pegado a la espalda, cuál ha sido el balance, maguer ahora nos pueda parecer claro; pues la vida tiene su propio tiempo, que no es necesariamente el marcado por los relojes. ¿Quién quiere volver a la normalidad? Tiene algo de relajante, pero también de corsé capaz de privarnos de buena parte de nuestra libertad. Escribir es esta gacetilla me produce con frecuencia esa sensación: me expreso, sí, mas también me obligo a expresarme quedándome encorsetado en mis pobres palabras. Por ahora sólo se me ocurre una manera de romper el corsé y sería abandonándolo a su suerte, pero confieso sin emoción que la humilde barquilla empujada contra las olas de ese caótico océano de la Red me provoca una cierta pena. Al fin y al cabo, también soy mis palabras, aunque estén mal escritas. Así las cosas, ayer por la tarde se levantó un viento de poniente, el lugar en el que muerte el Sol, trayendo olor a mar, pero también a tierra húmeda; sólo duró un instante, aunque tenía sed de eternidad porque me arrastró de golpe a la nostalgia del otoño. Abrí el ordenador y, con ese automatismo estúpido del que se deja llevar, miré el último añadido a esta gacetilla: un buen follón de palabras sin demasiado tino. ¿Acaso me pierdo? Tal vez debería estar más apegado al suelo, a la tierra evitando las altisonancias de quien no sabe precisamente porque cree saber. No estoy feliz lo cual, bien visto, no es del todo malo, porque llegado el momento podría estarlo. Sin embargo, la felicidad no es ningún derecho y no necesariamente nos han traído a este mundo para ser felices.

          
  Pero hay momentos en que uno se asoma a la felicidad. De hecho, esta mañana, dando un paseo, he desembocado en Birlibirloque, la librería que en la Muy Leal Ciudad ha abierto la algecireña Almoraima, que es un encanto y ha tenido la gentileza de conversar conmigo un rato. Una vez más, es de agradecer que una persona con iniciativa se arriesgue y haga algo diferente en la ciudad: no sólo libros, sino también autores. Hemos hablado, como es normal, de literatura y, sobre todo de poesía. Salí de Birlibirloque pensando en Juan Vicente Piqueras, que ganó no hace mucho el XXV Premio Fundación Loewe con Atenas, Madrid, Visor, 2013. Compré el poemario porque pronunciar los nombres de los miembros del jurado me impresionó y entre ellos estaban algunos poetas que me han dado vida y luz; pero daré todos los nombres para no levantar suspicacias: Víctor García de la Concha, Francisco Brines (la poesía metafísica), José Manuel Caballero Bonald, Antonio Colinas (la luz de Bach en Leipzig), Pablo García Baena, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena y Carlos Bousoño. Leyendo estos ilustres nombres no me quedó más remedio que hacerme con un ejemplar de Atenas; fue un día de marzo de este año. Después descubrí otro dato más importante: en casa tenía otros tres poemarios suyos y uno me había gustado especialmente; además, como mi madre, era valenciano; pero a continuación, oh fortuna, me asaltó un dato aún más revelador: Juan Vicente Piqueras había nacido el año perfecto, que como todo el mundo sabe es el de mi nacimiento, 1960, aunque él montando en un centauro, mientras que yo cabalgaba sobre la estirpe de los leones (vamos, que le llevo unos meses). Esto lo hacía compañero del bachillerato antiguo (más antiguo que ése, lector, que ahora imaginas). Claro, llegué a su página en la Red y vi alguna de sus fotografías: después de la admirable sonrisa de su padre, capaz de transportarme a un mundo de felicidad, él en la primera comunión de marinero; ahora con pantaloncitos cortos, camisa blanca con ancla, mirada límpida de la infancia; luego, adolescencia de vaquero sin cinturón y mirada desafiante (él puede tenerla, pues mide cerca de dos metros según me han contado), alegría del Seat 127 (tengo una fotografía más antigua en una posición similar con mis hermanos apoyados en un 850) con la melena cual casco (ahora según veo en las fotografías se pela diferente, casi de punta; a mí, en cambio, cuando me crece el pelo, se me queda esa forma de casco con rebaba por la nuca). Vamos, que Juan Vicente Piqueras había hecho desde su nacimiento todo lo posible por caerme bien. Y se lo agradezco, pero más le agradezco sus poemas. Después se me ha ocurrido pensar que algún día los libros de texto escolares (quizás ni existan para entonces) hablarán del grupo de los valencianos (de acuerdo, incluirán a algún mallorquín y tal vez se incluya dentro del grupo de poetas de la experiencia). Juan Vicente Piqueras es el mayor. Contarán en él, sin duda, a Carlos Marzal (1961) y a Juan Vicente Gallego (1963, el más tatuado con diferencia). Son tres buenos poetas y, me parece, que tres poetas buenos.

          
  El amigo Hegel habló en alguna ocasión de la muerte del arte, refiriéndose a su carácter de pasado y a que sería superado por la Filosofía (la Idea, que debería escribirse con todas las letras en mayúsculas). Parece que algunos aristas y críticos modernos le dan la razón con su empeño en traducir a palabras las obras de arte, reduciéndolas a ideas catalogables; pero el comentario, necesario sin duda, nunca sustituirá a la obra. Lo mejor será siempre ponerse delante de la obra—el poema, la pintura—para dejarse interpelar por ella. Y es exactamente esto lo que nosotros debemos hacer con los poemas de Juan Vicente Piqueras: leerlo y dejar que nos digan quiénes somos, permitir que nos pregunten con indiscreción y nostalgia. Tengo cuatro poemarios suyos: La latitud de los caballos, Madrid, Hiperión, 1999; Aldea, Madrid, Hiperión, 2006; Adverbios de lugar, Madrid, Visor, 2003 y el ya citado Atenas. Espero hacerme pronto, aunque sólo sea por el título, La palabra cuando, si es que lo encuentro. Supongo que Juan Vicente Piqueras estará un poco perplejo—no sé si quiera si ésta es la palabra adecuada—porque ahora ha pasado a primer plano por el Premio Loewe (nunca sé cómo pronunciarlo) y él llevaba escribiendo poesía muchos años. Y buena poesía. Quien lea cualquiera de los títulos que he citado no sólo no se llevará ninguna desilusión, sino que se quedará con sed de más. Sed de más adentro, sin duda, porque allí nos lleva la poesía de Juan Vicente Piqueras.

            Por eso, si se me permite, no diré mucho más, sino que dejaré aquí tres poemas (no es ningún abuso, de verdad); pero lo mejor que cualquier persona con sensibilidad puede hacer es acudir a la librería, comprar un libro y, embarcándose en él, dejarse llevar más allá del horizonte que acostumbramos a contemplar. Por cierto, la fotografía de Juan Vicente Piqueras que he tomado prestada de algún lugar es fantástica: un rostro de pura felicidad.



FERVOR Y DUDA

Todo lo dado a la luz, todo lo alzado
a llama, lo que crece de la tierra
y se eleva hacia el cielo—sea humo,
árbol, canción, mirada o criatura—
tiene algo de plegaria.

Yo fui la de mi madre.

¿Qué le quiso pedir a Dios conmigo?

                            (de Aldeas)

HONDA ES LA NOCHE

Honda es la noche y no nos basta amar
cuando en la sangre sola se estremece,
como el niño que fuimos, la inocencia
al ver en qué nos hemos convertido.

Honda es la noche. Nos duelen los ojos
desalentados. Dome
si nos vale la pena
esta felicidad agazapada,
este oficio cobarde, este ir tirando.

Honda es la noche y ya nada nos basta
sino amar el amor y hacernos daño

                           (de La latitud de los caballos, y ¡qué hermoso último verso!)

GRACIAS

¡Oh, dioses, hondos dioses, altos dioses,
seáis o no seáis, qué poco importa!

Me distéis un instante
en esta vida, un día
breve, encendido, ciego, luminoso,
para abrazar el aire, arder de amor,
gozar, sufrir, cantar, saber, decir,
aprender a deciros
sencillamente gracias.

                           (de Atenas, es el último poema y rebosa sabiduría, pero no es una despedida. Espero).

            Leed a Juan Vicente Piqueras, valenciano, del mejor año, que nació a lomos de un centauro.


            Shalom.

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