domingo, 11 de noviembre de 2012

Peter McPhee


LA VIRTUD SE HACE REVOLUCIONARIA


Mi salida a alta mar, donde paradójicamente se encuentra la calma, resultó fallida, pues los amarres de la sinusitis son fuertes y, tras una nueva visita a los galenos, sigo no convaleciente, desde luego, pero sí fastidiado: el dolor se ha fijado con fruición en mi mandíbula superior. Sin embargo, no me doy por vencido y en esta batalla doméstica—una auténtica nostalgia—confío salir vencedor. Entre tanto, como es normal, he estado leyendo. Y un libro ha llamado mi atención.



París es una ciudad maravillosa en la que estuve por primera vez a finales de los años setenta. Entonces, lo reconozco, lo pasé mal, porque iba sin blanca y el trato recibido de los parisinos que conocí no fue, desde luego, encantador, sino que sentí más bien un desprecio disfrazado de desinterés por mi humilde persona; pero sería un poco prematuro confundir a una ciudad con sus habitantes. Unos años después en Dublín, invitado gentilmente a una fiesta por una amigo al que llamábamos PJ (algo así como Piyei, nombre más fácil de pronunciar que el de su inseparable Aiden, que me corregía indefectiblemente cuando osaba yo pronunciar su gracia), una de las personas allí presentes se maravilló—es posible que yo confunda la maravilla con el espanto o incluso que ella me confundiese con ébano vivo—por el color de mi piel. Ciertamente, siendo joven mi color en verano se volvía tan intenso que sin dificultad alguna podría decirse que era negro (a punto he estado de escribir de ébano, pero mi piel no estuvo nunca a la altura de la de los príncipes nubios); pero en Irlanda el Sol escasea y yo en otoño soy más bien de un verde desteñido que siempre horrorizó a mi madre (cierto también que el espanto se producía por mi costumbre de cortarme el pelo sólo de muy tarde en tarde: mis greñas sólo consiguieron provocar el malestar de mi madre y las burlas de algunos que, con el tiempo, se quedaron calvos). Quizás fui confundido con un hombre de Marte, uno de esos alienígenas verdosos, pero también dichosos porque no existen. En Dublín, no obstante, me sentí más exhibido que despreciado pues por primera vez mi cuerpo no fue objeto de mofa y en consecuencia no hube de aguantar la befa de alguno de mis seres queridos: “Tendrás la muerte del loro, pues acabarás clavándote la nariz en el pecho” y frases semejantes que tanto hirieron a escondidas mi alma; pero evitemos ahora ese pasado, pues nunca viene a cuento. He regresado a París varias veces y la ciudad guarda para mí un secreto permanente, que espero descubrir algún día y semejante anhelo me lleva a mirar y remirar con frecuencia el plano de Turgot, aunque, como supe desde pequeño, lo que se va, nunca vuelve: Abraham nunca regresó a Ur.

Hace poco más de un año leí un libro de David Andress que aborda los años duros de París: El Terror. Los años de la guillotina, Barcelona, Edhasa, 2011, una visión tan interesante como sesgadas de los años turbulentos de la Revolución Francesa. No se me ocurrió comentarlo; sin embargo, en estos días de agua y sombras ha caído en mis manos una obra del historiador australiano Peter McPhee, Robespierre. Una vida revolucionaria, Barcelona, Península, 2012.  Por primera vez he leído la obra de un historiador de los antípodas y la experiencia no ha sido desafortunada. Sin duda, Robespierre es un personaje controvertido, pues su nombre se asocia al terror revolucionario, que acabó dando nombre a un período de la Revolución. Denostado por unos, admirado por otros, la vida del político de Arrás parecía reducida a unos pocos años. Pero todo hombre tiene un pasado, que lo ha llevado a su presente: éste es el presupuesto de McPhee para abordar la biografía de Robespierre. Sin embargo, al leer la biografía parece haber olvidado la circunstancia y, sobre todo, el hecho indudable de que las personas cambian y con extrema frecuencia se adaptan a sus circunstancias con el fin no despreciables—recuérdese al abate Seyés—de sobrevivir.

Reconoce el autor que no ha tenido acceso a los borradores de los discursos de El Incorruptible, pues fueron adquiridos demasiado tarde por los Archivos Nacionales de París como para que McPhee pudiese tenerlos en cuenta. Sin embargo, esto no priva de valor ni de interés a una biografía que pretende eliminar las máscaras que el tiempo ha colocado en el rostro de Robespierre; así, McPhee huye de la caricatura que presenta al abogado de Arrás o bien como un dictador tan fanático como virtuoso o bien como el sacrificado padre de la patria siempre dispuesto a entregar su existencia por el bien de la República; pero precisamente este planteamiento del historiador australiano me parece discutible, pues en la historia la verdad no está en el término medio. Desde luego, mis limitadísimos conocimientos no pueden ofrecer una visión alternativa, pero sí puedo hacer notar que el mito (en un sentido que no acostumbro a usar y que significa directamente lo elaborado por la propaganda) está presente en Una vida revolucionaria, pues el Robespierre que no duerme, que aun enfermo está lleno de preocupación me trae a la memoria la detestable demagogia de la “lucecita del Prado encendida” [1]. En otras palabras, McPhee ha obviado todo lo que podría empañar su retrato de Robespierre. Sin embargo, incluso viendo las cosas así, el libro resulta valioso y aporta una perspectiva novedosa sobre aquel que hizo de la virtud el núcleo de sus primeras intervenciones. De hecho, parece que las poco afortunadas circunstancias de su infancia hicieron, al menos parcialmente, al hombre que llegó a París donde se vio envuelto en una vorágine que él mismo alimentó y que, finalmente, acabó costándole la vida.

Así, pese a esta biografía, que se queda algo corta, sigo contemplando la figura de Maximilien como la de un cátaro republicano. Admito, sin embargo, que Robespierre no quiso conservar sus manos limpias: “¿Queríais revolución sin revolución?”. Dicho de otra manera: toda revolución exige sus víctimas. No deja de ser chocante que el abogado que se opusiera en Arrás a los castigos físicos acabase defendiendo la necesidad de limpiar los estercoleros y justificando algunos linchamientos. McPhee ha visto con justeza cómo Robespierre fue capaz de justificar ideológicamente la violencia revolucionaria, pues también para él acabó el fin justificando los medios. Así, el afán de pureza conlleva con frecuencia el deseo de eliminar toda impureza, pero la vida en sí misma es impura y, por eso, los revolucionarios que no saben dudar (¡y nuestra historia ofrece muchos ejemplos!) acaban haciendo rodar tantas cabezas. Se cuenta que el pobre Danton, poco antes de ser enviado a la guillotina, formuló una pregunta que respondió con sarcástica agudeza: “¿Sabéis por qué a Robespierre le gusta tanto la guillotina? Porque no soporta que ninguna cabeza sobresalga por encima de la suya”. Bien sabido es que Maximilien era bajo, pero también que Danton era un tipo más bien corpulento… Si Cronos devora sus hijos, la revolución parece en ocasiones no ser sino un Cronos desquiciado al que nadie es capaz de embridar.

El libro de McPhee tiene el mérito de devolvernos al hombre de Arrás por encima de las mistificaciones y aunque el lector pueda pensar que el australiano se ha colocado con nitidez en el bando de El Incorruptible, no por eso dejará de admitir su valor y la ocasión de repensar a una de las figuras más discutidas de los últimos siglos.

Shalom.

[1] Demagogia que años más tarde recuperaría la propaganda del primer presidente socialista de la Monarquía Constitucional. Es el paternalismo que se traslucía en las palabras del Primer Ministro Chino cuando decía que su primera preocupación al levantarse era pensar cómo dar de comer a mil millones de personas. Aquí cabría recordar la crítica freudiana a la religión sustituida ahora por la política.

1 comentario:

Lector Aprendiz dijo...

Aunque pudiérase leer entre líneas, es usted un libro abierto