domingo, 7 de octubre de 2012

Jonathan Safran Foer


AULLIDO EN LA MEMORIA
Comer animales, uno
En memoria de Viejo.



            Hace muchos años, cuando el mundo aún no había sido pronunciado, tuve yo o, mejor, tuvimos en la pandilla de la calle Sebastián Elcano, cerca de los sembrados de trigo, un gato pequeño, peludo y tan negro como una noche sin Luna. Fue bautizado solemnemente como Benito, tal vez en honor de Benito Bodoque, el maravilloso gato pequeño de voz trémula acompañante de Don Gato. Es posible que nos lo encontrásemos abandonado, pues no éramos niños dados a robar las crías a sus legítimas madres. Fuimos al supermercado Spar de la esquina, muy cerca de casa de mis padres y recién inaugurado, para comprar leche; alguno había conseguido un biberón y, sin que nos importase nuestra inexperiencia como madres, alimentamos a Benito, que acabó muriendo,  supongo que de un empacho. Hubo quien propuso hacerle la autopsia. Si le fue hecha, cosa harto dudosa, puedo jurar que no estuve presente pues me horripilaba la idea de ver destripado al lindo gatito. Andaba yo por los siete años y me encariñé con Benito a falta de un perro en mi casa. En efecto, mis padres, mi madre para ser exactos, no queríande ninguna manera que un perro, fuese de la raza que fuese, se instalase en nuestro piso. Por aquella época el Primer Oficial del Aline (o tal vez fuese el Primer Maquinista, no tengo memoria clara de la persona) regaló al final del verano a mi padre, capitán del barco, un pastor alemán ya crecido; desde luego, no era ningún adorable cachorro, sino un fogoso adolescente. El oficial había aprovechado nuestra acostumbrada estancia estival en el barco, una especie de tortura deliciosa, y el regalo era una especie de premio. Tal como el can—cuyo nombre no recuerdo porque no llegamos a ponérselo— llegó a casa, salió de ella camino de una finca. Otra desilusión. Fue entonces cuando adopté a un callejero, uno de aquellos pobres perros que deambulaba por el barrio sin dueño. Se llamaba Viejo y sé que no fui quien le puso el nombre. Los callejeros tenían varías dueños, pero en realidad no eran de nadie: nacían sin amo y morían libres. Nos preocupábamos de darles agua y comida, robada con esmero de las cocinas de nuestras casas, de forma que el animal acababa ligado a nosotros. Viejo no pertenecía a ninguna raza conocida, pero era hermoso; de la altura de un pastor alemán bajo, su pelo era negro, aunque recuerdo perfectamente su hocico marrón. Disfrutaba de la compañía de Viejo después de salir de Colegio y merendar: a las seis y media de la tarde bajaba a jugar (aún no había adquirido la costumbre nefasta del estudio) y lo buscaba. Desapareció después de la Semana Santa, cuando andaban montando la Feria. Alguien me explicó algún tiempo más tarde que los circos—siempre he detestado ese espectáculo y no creo que haya nada en el mundo capaz de reconciliarme con él—cazaban a los callejeros para que sirvieran de alimento a las fieras enjauladas y tristes. Supe que nunca más vería a Viejo cuando, al pasar cerca de uno de los circos, vi un cartel con la cabeza imponente de un león. Es un aullido permanente en mi memoria.

            Un domingo nuestros vecinos me invitaron a ir al campo. Es verdad que de adulto nunca he entendido esa necesidad de ir al campo y con frecuencia respondo a semejantes invitaciones afirmando que yo no pasto; mas con nueve años uno aprovecha cualquier oportunidad para escaparse de casa. Con los años uno deja de aprovechar cualquier oportunidad para hacerlo a la más mínima oportunidad, que si bien no es muy diferente, parece más racional. Mi vecino poseía una escopeta de aire comprimido casi idéntica a la que había en mi casa; nosotros la usábamos con una diana en las habitaciones y en el pasillo si conseguíamos burlar la vigilancia de la muchacha, pero mi vecino prefería salir al campo con su carabina. Me hicieron disparar a un pájaro y después de hacerlo hubo un momento en que estuve convencido de haber acertado. De hecho, el verano anterior en Montpellier gané un premio porque mostré mi puntería con tres globos: “Bon pour le petit!”, exclamó un señor a mis espaldas y yo, claro, era mejor pistolero que Jim West. En el campo durante unos espantosos momentos creí haber acertado: el hecho de matar a un pobre pájaro me horrorizó. Corrí hacia el lugar y, gracias  Dios, había fallado. Nunca más volví a apuntar contra un animal. Nunca.

            Durante algunos años viví sin otra compañía animal que mis hermanos (y que me perdonen todos los bichos del Planeta por la injusticia de la comparación). En primero de bachillerato, con diez años, conseguí una tortuga de no sé dónde. Con esmero le preparé un terrario (aunque yo no conocía la palabra) con una caja de metal de Cola-cao: piedras, una diminuta playa de ladrillo rojo, agua y una maceta. Mi madre ordenó que la tortuga se quedase fuera de la casa y acabó desapareciendo a las pocas semanas. En la Feria de muestras compré un precioso pollito amarillo, que mi madre entregó a los pocos días a Isidora, la mujer de Manuel, el portero de bloque. En Valencia unos parientes lejanos me regalaron, quizás porque mis hermanos tenían la suerte de regresar en avión y a mí por ser el pequeño se me condenaba al viaje en coche, un espléndido canario. Estaba maravillado con el pájaro (¡ojalá hubiese sabido entonces que era de la estirpe de los dinosaurios!) y viajé con la jaula encima de mis piernas hasta que nos detuvimos para comer en un restaurante. Lógicamente, mis padres vetaron la presencia de mi canario en el local. Lo dejé en el coche, a pleno Sol, inconsciente del destino que le preparaba. Salí del restaurante contento, porque había de reencontrarme con mi canario, pero yacía sobre el fondo de la jaula, asfixiado por el calor. Lo saqué del coche, le eché agua en un intento inútil de devolverle la vida. Lloré porque fue consciente de mi responsabilidad y el peso de la culpa cayó muerto sobre mi conciencia.

            Un par de años después, poco antes de las vacaciones de verano, tendría yo doce años aún, conseguí, no sé cómo, hacerme con un cachorro precioso de setter irlandés. Le puse de nombre Toby movido seguramente por el dibujante Escobar, que había bautizado así al perro que aparecía en Zipi y Zape. Desde luego, lo único que cabe colegir es que no era yo precisamente original con el nombre de los animales. Toby fue realmente mi perro, pues yo en apariencia yo era su único dueño (cosa diferente es, sin duda, que se pueda tener la propiedad de un animal, algo que ahora me parece un tanto inexplicable). Salía a pasear con Toby, que me ataba a la infancia; jugaba con él, dejaba que se subiera a mi cama, pero debía ocultarlo, pues mi madre no era partidaria de que el perro anduviese por las habitaciones. Le daba de comer queso y chocolate, que le encantaban. Dos días antes de partir para el campamento de verano en Mazagón organizado por el Colegio (un alivio para todas las madres), jugué con Toby en mi cama hasta que, accidentalmente, me mordió la nariz (no le fue difícil acertar dado el tamaño descomunal de mi apéndice). Me hizo una herida bastante profunda que yo traté de ocultar a mi madre temiendo lo peor: me enjuagué bien, apreté un algodón contra la nariz a la altura del peñón que tengo por hueso nasal, y me fui a la cama entre preocupado y compungido; pero, Mafalda lo sabe bien, las madres existen: la mía me pilló en el pasillo. Tras el interrogatorio de rigor sobre la causa de mi herida, que era evidentemente un golpe en mi habitación con uno de los pomos de las puertas, me dejó ir sin acabar de creer mi historia del resbalón, aunque era aceptable pues yo andaba siempre cayéndome y dándome golpes con todo. Toby se quedó a los pies de la cama mirándome. Hubiese jurado entonces que sonreía. Dos días más tarde fui de campamento. En las pruebas de tiro con carabina no di ni una sola vez en el blanco, algo que avergonzó a mi hermano mediano: ¿cómo tenía por hermano a un chico tan torpe? Los días pasaron y cuando subimos al autobús para regresar a la ciudad, yo sólo tenía en mente mi reencuentro con Toby, pues en dos semanas los perros cambian mucho. La operación aritmética era sencilla, mas entra en lo posible que me equivoque:

         - Un año en la vida de un perro (365)  equivale a siete años humanos (2555);
         - dos semanas en la vida de un perro (14)  equivale a x días humanos
         - x es igual a 98 días humanos.

            A mi regreso habían pasado noventa y ocho días en la vida de Toby, algo más de tres meses perrunos, ¿se acordaría todavía de mí? La herida de la nariz, cuyo rastro aún conservo, estaba fresca. Nerviosismo con la cara pegada a la ventana mientras los ojos dejan en el paso los pinos y las dunas. Llegamos al Colegio y, como era natural entonces, nadie fue a recogernos. De hecho, nadie de la familia iba nunca a ver mis partidos de baloncesto, pero era lo habitual y nos hubiese molestado mucho ver el rostro de alguno de nuestros padres entre el público inexistente. Sólo con los años se ha impuesto la costumbre gringa de privar a los niños de esa bendita soledad en la que no existe la autoridad paterna. Al entrar en el piso intuí la verdad: Toby no estaba. Mi madre me explicó que se le había escapado a la muchacha en la calle con tan mala fortuna que un automóvil había atropellado a mi perro. Rompí a llorar como el niño que era y, desesperado, me tumbé bocabajo en la cama: no quería saber nada de nadie, nada del mundo. Las madres son astutas y, tras dejar que mi llanto de calmase, golpeó con los nudillos la puerta de la habitación: como mi cumpleaños estaba muy cerca, tenía en la terraza del salón mi regalo. No era ningún animal, sino una bicicleta Orbea (“la que siempre se estropea; BH, la que sirve pa´ los baches”), que me sacó de mi tristeza con una rapidez desacostumbrada. En fin, a los doce años los estados de ánimo son como una gigantesca montaña rusa. Unos años después supe, cosas de la vida, que Toby estaba perfectamente vivo: había sido regalado a una persona que lo llevó al campo. Las estrategias maternas de manipulación no conocen límites y si bien es cierto que existe el cuarto mandamiento, no es menos verdad que debería tener una segunda parte que hablase de los perros.

            Ahora debería hablar de Ray, el caniche enano que mi madre compró tres años después. Ignoro las circunstancias últimas por las que madre adquirió el animal (y casi me duele llamar a Ray así). Llegó a casa una mañana de sábado y fue depositado en el suelo de la cocina; el pobre, asustado y apartado prematuramente del lado de su madre, fue a refugiarse debajo de uno de los muebles de la cocina. Resultaba imposible sacarlo y la contemplación de aquella bolita de pelo blanca, con una ligerísima mancha marrón en el lomo, arrinconada en una esquina me inundó de tristeza. Quise a Ray durante bastante tiempo, aunque él nunca me aceptó. Resultó ser un perro altamente astuto y manipulador, capaz de dividir a una familia para salirse con la suya. Verdad es que, a modo de experimento, a los pocos días de estar en casa lo metí en el congelador de la nevera. Ésta era un electroméstico enorme que ocupaba casi una pared entera de la cocina; el congelador estaba a la izquierda y tenía prácticamente el tamaño de un frigorífico (mi padre, ahora me ha golpeado el recuerdo, consideraba femenina esta palabra) normal. Ray estuvo en el congelador uno o dos minutos, pero aquel tiempo debió bastarle para odiarme el resto de su larga existencia. Yo me encargaba de él, pues mis hermanos se negaban a sacar de paseo a un caniche enano; mis amigos se reían de mí al verme en la calle. Lo llevé a vacunar y lo cuidé, aunque no era mío. Se alimentaba de muslo y contramuslo de pollo con patatas asadas y de un poco de leche (aunque yo nunca lo vi darle un lengüetazo a la taza de leche) con la peculiaridad de que sólo lo comía si se lo deshuesaba mi hermano mayor. El mediano no se rebajaba hasta ese extremo, pero yo me pasé varios años deshuesando, lo cual era una verdadera lata, en días alternos el muslo y el contramuslo de un pobre pollo para que Ray se limitara a acercarse al plato, olisquearlo y darse media vuelta con un gesto despectivo. También es cierto que a los dos o tres meses de estar en casa se me escapó en la calle; de nuevo lloré y esta vez mi madre se enfadó. El veterinario nos llamó una semana después, pues otro perro lo había encontrado cerca del Parque de los Príncipes enganchado por la correo en un tubo de una de las casetas de Feria. El dueño del perro recogió a Ray, lo cuidó y lo llevó al veterinario, que lo reconoció por la ficha que le había hecho unas semanas antes. Quizás por esta negligencia Ray me detestó el resto de su vida. Murió muchos años después, pero para entonces yo ya me había ido de casa de mis padres varias veces y su imagen era sólo una sombra.

            Éstos han sido los animales de mi vida; bueno, no todos, porque a mi hija le regalaron un par de tortugas de Florida muy pequeñas, Flor y Pondio, que disfrutaron durante más de quince años de una existencia aceptable, húmeda y cómoda, durante la cual crecieron desmesuradamente. Pero ¿sólo éstos? No: a lo largo de mi vida he comido cientos de animales cuyas vidas desconozco absolutamente. Han sido sacrificados para mí, me he alimentado de ellos y, sin embargo, nunca había pensado en ellos con detenimiento, nunca he sentido verdadero dolor por ellos y jamás les he mostrado auténtico agradecimiento. Ciertamente, yo conocía el relato sacerdotal de la creación (P) en el que se dice literalmente:

Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz la tierra; y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento; y a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra –a todo ser que respira–, la hierba verde les servirá de alimento. Y así fue. (Gén 1, 29s).

Siempre supe que en el Paraíso, ese mundo que sólo es futuro en la medida en que hacemos memoria, no habrá violencia ni muerte, que lo verdaderamente deseable es que ninguna criatura sufra (la comida kosher). Conozco la maravillosa visión de la paz mesiánica escrita por ese poeta asombroso que es Isaías:

Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea.
La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja con el buey.
El niño jugará en la hura del áspid,
la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo:
porque está lleno el país del conocimiento del Señor,
como las aguas colman el mar (Is 11, 6-9).

            Es verdad que en sexto de bachillerato el profesor de Filosofía, tomista incurable e iracundo, nos explicó que los animales tenían alma. He oído cantar a Francisco a sus hermanos, los animales… He leído mucha poesía y he disfrutado contemplando una y otra vez a los delfines rascarse el lomo en la mar contra las proas del Chiqui, el Aline, el Rivadeluna… Y nunca me había detenido en examinar qué estaba haciendo realmente yo con esa muchedumbre desconocida. Jonathan Safran Foer ha conseguido hacerme pensar sobre el asunto y por eso quiero hablar de su libro Comer animales, Barcelona, Seix Barral, 2011.

                Shalom.

1 comentario:

Hutch dijo...

Los animales han acompañado mi vida desde que tengo memoria y tu relato me ha impresionado. Lo que no acabo de comprender es si prometes una reflexión crítica sobre el libro o no. Saludos.