domingo, 11 de marzo de 2012

Paul Gavrilyuk. Dos.

¿DIOCHOSO AQUEL A QUIEN
LOS DIOSES DEJAN EN PAZ?
DIOS NO ES DIOS
Segunda parte

            Quiero volver a hablar de Paul Gavrilyuk, El sufrimiento del Dios impasible, Salamanca, Sígueme, 2012, pues el subtítulo del comentario de hace algunas semanas decía “primera parte” y eso implicaba que habría una segunda. Pero “volver” no significa acabar, pues con algunos libros—ya sea por su estilo o por lo que nos dicen—no se acaba nunca. Ésos son los buenos libros [1] a los que volvemos una y otra vez para aprender a escribir, para aprender a pensar, para ser felices.

            No cabe duda de que Gavrilyuk opta por Cirilo de Alejandría frente a Nestorio. En verdad, también me inclino hacia la visión teológica de Cirilo; pero aún me inclino más ante la persona que fue Nestorio. Estas cuestiones, sin embargo, importan poco a la mayoría de la gente, pues ya no estamos en aquella Alejandría en la que, al decir de Benito, se discutía de teología en las peluquerías como hoy se habla de balompié. Podemos imaginar qué clase de conversaciones serían… y, en efecto, no podemos suponer ni que fuesen sutiles ni llenas de tolerancia. El fanatismo es malo siempre y los fanáticos—ésas curiosas personas que se quitan el cerebro ora para ponerse una única idea ora para colocarse un balón o un candidato—estropean todo lo que tocan [2]. En honor de Gavrilyuk cabe decir que ha ido a las fuentes, las ha leído con prudencia y sabiduría y ha hecho un juicio equilibrado de la disputa teológica que llevó a Calcedonia y, que como Rahner quería, no fue un fin sino un comienzo.

            Sin duda, buena parte de la disputa se fundamenta en la transcendencia divina: la impasibilidad divina es una forma de afirmar que Dios transciende las condiciones del mundo (teológicamente: es Creador). En esto parece tener razón Gavrilyuk: ninguno de los teólogos de los primeros siglos usó la impasibilidad divina para afirmar que Dios fuese indiferente al sufrimiento, sino más bien por motivos salvíficos: el sufrimiento será superado. No obstante, si hoy la palabra “impasibilidad” ha pasado a significar otra cosa, ¿será necesario seguir utilizándola para, a continuación, verse obligado a deshacer una serie de malentendidos? El teólogo ucraniano mantiene la palabra; pero a mí me parece innecesario, sobre todo teniendo en cuenta que podemos hablar de la transcendencia y de la voluntad salvífica real de Dios con otros términos igualmente válidos y que generan menos confusión en los oyentes. Queda, claro, el problema de mantener lingüísticamente el carácter paradójico de las afirmaciones de la fe. Sin embargo, tampoco me parece que tal nos obligue a mantener palabras (no conceptos) que necesitan tal clarificación que acaban siendo negados (sin duda, Hegel disfrutaría con estas ideas, pues no se encuentran lejos de la dialéctica). En esto, al menos parcialmente, hay que dar la razón a Nestorio frente a Cirilo. La discusión me ha recordado al problemático (hoy) término “omnipotencia”. Desde luego, en el lengua de la calle tiene un significado mucho más cercano al señor falsamente miope de los calzoncillos rojos que lucha por el Imperio Universal, Superman, que al pensamiento de Tomás de Aquino—por usar el ejemplo de un teólogo que matizó con finura y buen sentido el significado del concepto de potencia aplicado a Dios. Y el abuso del concepto de omnipotencia conduce directamente a un ateísmo que un cristiano debe suscribir si quiera seguir aceptando al Dios de Jesús. De hecho, algunos sermones en los que se mezclan de mala manera la omnipotencia con la impasibilidad invitan al ateísmo. Confunden a Dios con Dios y pasa lo que pasa.

            Algunas teologías modernas han buscado buena parte de sus recursos en un empequeñecimiento del concepto “Dios” (así, sin tachadura). Se habla, en un lenguaje mucho más mítico que teológico, del encogimiento de Dios al crear pues debía hacer espacio al mundo… Semejante idea es del todo insensata; desde luego, si se maneja una idea de Dios que compite con el mundo, parecería aceptable: supone que a más Mundo menos Dios y a más Dios, menos Mundo. Esto se encuentra, me parece, en los antípodas del concepto cristiano de creación, pues Dios no es concurrente con el mundo: a más Dios, más Mundo (y cuando digo Mundo no me refiero, lector, a este estado de cosas, ¿vale?); y a más Mundo, más Dios. El sistema social de dominación—podemos llamarlo capitalismo—se cuela por los rincones que menos te esperas: ahí tenemos una traducción del concepto burgués de libertad que entiende a todo otro como competidor, como un rival que debe ser eliminado. Algún buen marxista, pienso en Sartre que no lo fue, podría decir: si Dios existe, no soy libre..., pero todo esto ¿no nos suena demasiado? Todo otro acaba convirtiéndose en una náusea para mi conciencia y esto es, le pese a quien le pese, una traducción del capitalismo al mundo de las ideas: homo homini lupus. Y yo, desde luego, por ahí no estoy dispuesto a pasar. Bastaría colocar aquí alguna representación de la crucifixión para reflexionar con sensatez. No, Gavrilyuk está en lo cierto al criticar estas ideas (aunque él omite la componente social no sé si porque no la advierte o porque, sencillamente, no le parece oportuna). Lo he dicho muchas veces: la teología que no es crítica social no es teología cristiana: ¿no hemos repetido hasta la saciedad que nuestra teología es salvífica o no es? Recomendaría releer con un poco de serenidad las atinadas observaciones del holandés impronunciable, Edward Schillebeeckx, al final de Cristo y los cristianos: ya a finales de los años setenta afirmó que no tenía mucho sentido prolongar el sufrimiento humano en Dios que, por lo poco que sabemos, no es ningún masoquista ni mucho menos un sádico (los obras de François Varone también dan que pensar y merecería la pena haberles prestado más atención). Sin embargo, Schillebeeckx no hizo aquella afirmación por Moltmann al que Gavrilyuk parece haber malentendido. Tampoco me ha parecido muy atinado ni justo meter a Jüngel en un saco al que no pertenece.

            Sin duda, el himno de Filipenses seguirá haciéndonos reflexionar [3] y la kénosis divina nos seguirá asomando a un peligroso abismo en el que crece lo que nos salva; pero la idea de kénosis no es en ningún caso—lo digo de la manera más tajante que puedo—expresión de la indignidad del ser humano; sino más bien, al contrario, nos dice que el hombre es el ubi adecuado para Dios en este mundo. Algunos problemas cristológicos de Gavrilyuk le llegan desde una antropología deficiente. Lo diré de otra manera: sabemos más del hombre que de Dios ¿y no se habrá hecho Dios hombre para darnos una pista? La belleza de Dios es el hombre viviente. Y esto porque nuestra cristología es nuestra teología (sin que tenga intención de sumarse a la oposición entre la theologia gloriae y la theologia crucis, maguer me sienta bastante cercano a Pascal).

            Parece que tengo vocación de persiana [4], pero iré terminando. Lo que más me ha sorprendido del libro de Gavrilyuk es la ausencia total de la escatología; este rasgo bastante común en la Ortodoxia hace, empero, que sus afirmaciones pierdan mordiente crítico. El futuro—no programado, sino fruto de todas las posibilidades que atraviesan nuestro mundo como logoi del Verbo—es una categoría decisiva para la fe cristiana. Nosotros hemos vivido con la imagen de un Dios crucificado delante de nuestros ojos; generaciones enteras han encontrado en lo que intuyen en ella no sólo consuelo, que también es necesario, sino coraje para hacer un mundo mejor. A mí, que me emociono cada vez que escucho la Pasión según san Mateo de J. S. Bach, no sólo no me importa hablar del sufrimiento de Dios, sino que en un mundo marcado por el sufrimiento es posible aportar un poco de luz, un poco de belleza si reflexionamos con sensatez sobre ese Misterio. Dejo algunas imágenes aquí para quien quiera detenerse y contemplar.



            Shalom.


[1] Hay una calle en la Invicta Ciudad Sucia y Ruidosa cuyo nombre es una hermosa advocación mariana: Virgen de los Buenos Libros. Precisamente en esa calle se encuentra otra de las pocas librerías de vocación que quedan por estos pagos: me refiero a Céfiro, regida por unas personas amables y encantadoras.

[2] Un buen amigo, recientemente fallecido, me dijo en cierta ocasión, como quien dice “en aquel tiempo”, que yo tenía unas manos eróticas: jodían todo lo que tocaban.

[3] A principios de los años ochenta Antonio García del Moral me invitó a trabajar con él en una traducción nueva del himno de Filipenses. Me dio un trabajo ingrato, en buena medida inútil, y, sobre todo, agotador: debía yo traducir los términos griegos al hebreo (y al arameo) para posteriormente retrotraducirlos al griego con la finalidad de establecer el campo semántico de las palabras del himno. Aún me veo en aquel inmenso despacho, lleno de humo, con las paredes y el suelo repletos de libros en un desorden tal que hubiese desafiado a cualquier teoría del caos (que Lorenz me perdone). Después de algunos días de trabajo me encontraba agotado. Antonio, en la mesa grande, casi escondido detrás de montones de papeles, se burló de mí: “Tengo más aguante que usted, joven”. Aquello dio lugar a una discusión que terminó cuando Antonio lanzó a mi cabeza un cuadro de su hermano Amalio. Lo bauticé como “argumento pictórico”.

[4] Mote que en mis años de bachillerato pusimos a un profesor que se enrollaba solo.

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