domingo, 29 de enero de 2012

¿Camus? ¿Albert Camus?

AUNQUE SE LE PARECE, NO ES CAMUS


Debía haber escrito ayer. Debía, digo, pero no pude, porque el día de santo Tomás, cumpleaños de mi hermano mayor, y festivo para bachilleres en otro tiempo—en el que contaban más las fiestas, porque había motivos para celebrar, que las vacaciones, pues es el hastío es hoy mayor—, regresé a mi adolescencia de nuevo visitado por el sufrimiento, no mal de amores, sino de chorla [1]. De hecho, regresó un recuerdo apabullante como el cielo negro antes de la tormenta. ¿Quién ha hablado de pájaros? No, hablo de jaquecas: desde los catorce años, si no recuerdo mal, cada cierto tiempo me asaltan eso que yo llamo dolores de cabeza tumbativos, porque me dejan en un estado tal de postración como aquel que recibe un directo fortísimo al mentón y, como también he recibido alguno, gracias a la bondad de mi segundo hermano, puedo dar fe de que lo prefiero a una de esas cefaleas que arrastro desde hace más de treinta años. Forman, pues, parte de mi vida y, como habré dicho pues me repito con hasta frecuencia, los dolores de cabezas son los responsables de algunas manías literarias.

            Estoy con la lectura de algunos libros [2]. Una hasta ahora decepcionante impostura de Argullol; un ensayo de Gavrilyuk, que me ha obligado a revisar puntos de vista, y algunas otras cosas más breves y endebles (Autmann y Marina, ambos de poca sustancia y que tal vez no reflejan bien a sus autores; pero ya se sabe, “libro que no se vende, se come al escritor”, refrán recién inventado que me viene como anillo al dedo); ninguno de ellos se ha visto afectado por mi jaqueca; quiero decir: no le he cogido manía a ninguno por haberle echado las culpas de mi mal inconscientemente.

            Pero el viernes por la tarde fui al teatro. Será la tercera vez que hable de teatro en la gacetilla y si las veces anteriores las causas tenían que ver con la amistad, ésta también, aunque se trata de mi amistad irrompible con un difunto, con el inabarcable Albert Camus. Sí, fui a ver El estado de sitio. Como en otras ocasiones, empezará por lo importante:

El estado de sitio, de Albert Camus.
Versión: Juan García Larrondo
Dirección: José Luis Castro
Reparto:    José Carrión (Nada)
Juanma Lara (La Peste)
Esther Ortega (La Muerte)
Luis Rallo (Diego)
Celia Vioque (Victoria)
Escenografía: Giuliano Spinelli
Iluminación: Miguel Ángel Camacho

            Parece cierto (Lottmann lo repite varias veces en su biografía de Camus): novela, ensayo y obra de teatro. Fue una constante en el proceder del escritor francés. En una de sus presentaciones a El estado de sitio el propio Camus desmintió que fuese una adaptación de La peste, luego parece evidente que lo es de una forma u otra. La obra se estrenó en 1948, tres años después del final de la Segunda Gran Guerra, en una Francia que aún estaba en plena èpuration y en la que las cicatrices eran tan abundantes que se hacía imposible olvidarlas. Los grandes personajes—La Peste, Nada, la secretaria (la Muerte), Diego, Victoria—adquirían su significación en un contexto específico. No es lo mismo un montaje teatral que un ensayo o una novela. Sin duda, acceder al contexto es fundamental en todos los casos, pero en el teatro cada nueva representación sólo es posible con una nueva contextualización lo cual supone haber comprendido sensatamente la primera.

            ¿Por dónde empezar? La puesta en escena me pareció pulcra, bien lograda y prestaba juego a la vertiente coral, respaldada por un grupo de actores cuyos esfuerzos no estuvieron a la altura de los resultados gracias al trabajo de dirección y adaptación. Lo mejor que se puede decir de la iluminación es que, al menos, dejó ver la obra, pese a los excesos con el humo (señores, el público sabía que estaba asistiendo a una representación teatral, lo juro: no hacía falta atufarlo). En eso cumplió, aunque el foco debió ser más certero...

            Respecto al trabajo de los actores principales—puesto que no hay un protagonista—debo matizar. Sin duda, José Carrión tuvo un arranque magnífico (y no sólo por su voz quebrada), aunque poco a poco, quizás contagiado por el desarrollo, fue yendo a menos hasta llegar al cansino monólogo final, que se salva por más por su expresión corporal que por su dicción. Juanma Lara no tiene la culpa exclusiva de la deriva de su papel, pues la proyección reiterada de su rostro no sólo lo privaba de expresividad, sino que cercenaba el dramatismo. Y es que teatro no es cine. Lara tiene suficiente presencia física, gesto y fue capaz en algunos momentos de un distanciamiento expresivo, aunque tal vez eché de menos la frialdad de La Peste, que no distingue porque es absurda. Ignoro quién aconsejó a Esther Ortega en la representación de su papel; pero daba la impresión de ser una bruja malvada, la princesa de los hombres lobo o la reina de la galaxias, incluso por el vestuario, y no esa realidad distante y heladora, la Muerte. ¿De quién recibió la orden de mantener los dedos permanentemente tiesos? Los que deberían quedarse así eran los marcados; por eso, el exceso me hizo incluso simpático el gesto pues delataba cierta falta de expresividad. De hecho, los diálogos de la secretaria con La Peste fueron romos y reiterativos. De los dos actores que me quedan del elenco principal, Luis Rallo y Celia Vioque, es mejor no decir nada, aunque tengo para mí que la responsabilidad viene más bien de la versión que ha elegido el Centro Andaluz de Teatro.

            El director ha hecho ¿lo que ha podido? No sé muy bien cómo repartir responsabilidades, pues gran parte de los problemas vienen de la descontextualización de la obra: se ha recortado y pegado, un poco como hacen los universitarios con sus trabajos, sin que llegue a percibirse el problema fundamental, el del absurdo. La forma de montar los diálogos sólo ha servido para ocultar lo que debía ocupar, a mi juicio, el centro de la representación. En este sentido, el coro debió cobrar una mayor relevancia en vez de verse convertido la mayoría de las veces a una simple comparsa. No me gustaron ni la dirección ni la versión: han hecho de los actores simples alegorías; es decir, excusas. La versión, bien intencionada, no se asoma a la hondura de la obra original quizás porque no ha sabido interpretarla en un contexto nuevo. Aquí se debe anotar que el montaje se ha hecho con motivo del bicentenario de la Constitución de Cádiz. De hecho, el estreno del montaje se hizo en esa ciudad. ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? Se ha tomado la obra como pretexto. Lo peor que puedo decir es que, aunque basada en un texto de Camus, no era Camus. No sabría muy bien decir qué, pero las intenciones me han parecido en exceso humanitaristas (la palabra no existe, lo sí) y no humanitarias. Alargamos las palabras, bien lo saben los dueños de la polis, cuando queremos vaciarlas de significado, porque tratamos de despegarlas de uso cotidiano, que las desgasta y les da forma. Sin duda, Camus sigue siendo nuestro contemporáneo y por eso, siento hablar así, se merecía otra cosa. Quizás la culpa sea del gato.

            Shalom.



[1] Uso la palabra porque entonces era común para referirnos a la cabeza; supongo que la confusión de chorla con cabeza viene de la expresión “cabeza de chorlito”, que suelo usar para referirme más bien a alguien alocado y que juzga con precipitación.

[2] Y, curiosamente, de algunos de mis viejos diarios. Escribo desde los trece años un algo semejante a un diario, pero nunca me ha dado por releerlos; pero estos días han aparecido algunos cuadernos de los años ochenta y he leído; eso sí: sólo un poco, que tampoco es preciso vivir espantando.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La última fotografía ¿es Camus leyendo la crítica? Parece preocupado...
Andrés A.

Gastón Corti dijo...

¡Perderais la oliva, el pan y la vida si dejáis que las cosas sigan como están! Hoy es preciso vencer el miedo si queréis conservar solamente el pan. ¡Despierta España! No es una frase contemporánea??
Saludos

Gastón Corti
cortigaston@hotmail.com
Argentina