martes, 16 de agosto de 2011

Luis Arenas

PERORATA (I)
CONSTRUYENDO PESADILLAS


            He leído con atención el libro de Luis Arenas,  Fantasmas de la vida moderna. Ampliaciones y quiebras del sujeto en la ciudad contemporánea, Madrid, Trotta , 2011. En la solapa del libro se puede encontrar información sobre el autor, la misma que aparece en la página web de la universidad de Zaragoza. Quiero lanzar aquí, tal vez porque se acerca el final de las vacaciones (es una razón tan buena como cualquier otra) una pequeña perorata sobre los tres primeros capítulos. Procederé con cierto desorden; pero antes de dar comienzo a un discurso que hasta mí me resulta incómodo, quiero hacer dos observaciones. Primera: nada se dirá aquí, salvo en algunas cuestiones menores, en contra de las afirmaciones del autor, sino de los arquitectos. Luis Arenas ha escrito un libro que, salvo que el lector esté desprovisto de sensibilidad, obliga a pensar y que a veces limita con la provocación.  Y segunda: el libro no se puede comprender de manera satisfactoria sin las ilustraciones que no lo acompañan. No sé a qué ha sido debido; tal vez al afán moderno de mezclar, pero este lector hubiese agradecido no verse obligados a mirar su ordenador cada dos por tres, porque esa tarea interrumpe el proceso de lectura y a los que vamos teniendo una edad tal cosa nos resulta no sólo incómoda, sino molesta. Espero que la ausencia de imágenes en la edición no se deba a que haya sido el autor quien ha corrido con los gastos de edición, sino a un error grave de la editorial. Y digo grave porque quien compra un libro no está obligado a tener ordenador. A lo peor los de la editorial andan pensando ya en el pseudolibro que funciona con pilas…


            En Fantasmas de la vida moderna hay demasiada jerga. Adorno, al que se cita en alguna ocasión, se hubiera reído, aunque no se trate aquí del problema de la autenticidad, sino de las geometrías [1]. La responsabilidad no recae en el autor, desde luego, sino en algunos arquitectos metidos imprudente e impunemente a filósofos. Se trata de un caso semejante—sólo semejante—al de aquellos filósofos con cabaña que se quisieron hacer pasar por poetas; pero una cosa es poetizar y otra, menos mal, escribir poemas. Alguien se ha atracado de Derrida y no ha hecho bien la digestión; otros han preferido a Deleuze cuando deberían haber leído a Hegel, que sabía bastante más del devenir real. A fin de cuentas, la mejor praxis es una buena teoría y, como sabía el de Stuttgart, los conceptos tienen tendencia a vengarse cuando se ignora su realidad.

            En los orígenes de mi interés por la arquitectura (como simple aficionado) está, sin duda, la historia del arte de sexto de bachillerato; pero, quizás sobre todo, un buen amigo, Javier Grondona, que decidió estudiar arquitectura. Fue la primera persona a la que escuché, poco después de terminar en la Escuela, que los ordenadores acabarían condicionando la forma de edificar. Se dio cuenta de que el método acaba dando el contenido. Algo de esto nos dice Luis Arenas. A Javier le regalé Lo sagrado y lo profano (me parece recordar que en una antigua edición de Guadarrama), inspirado por un comentario que el también arquitecto Claude-Henri Roquet hacía en La prueba del laberinto, que editó Cristiandad allá por 1980, un libro de conversaciones con Mircea Eliade. Allí se descubre la importancia simbólica de la noción  de centro, idea que la moderna arquitectura parece haber finiquitado. Antes de eso había caído en mis manos el libro Dios y la ciudad. El título, en griego, sería todo un programa de sociología moderna. La obra debe estar por alguno de los anaqueles altos de mi biblioteca [2]; si no recuerdo mal, trataba sobre teología política (sí, pólis).  Había descubierto—por entonces yo era demasiado joven y descubría hasta el Mediterráneo—a J. B. Metz y a J. Moltmann; llegué también al H. Cox de La ciudad secular y a toda la teología americana de la muerte de Dios, que después de leer a Hegel me parecería no sólo superficial, sino sobre todo desabrida. Quizás en todo este proceso latía en el fondo mi asombro por las grandes catedrales. Pasé sin darme demasiada cuenta a centrar mi interés más en el urbanismo que en la arquitectura propiamente dicha; la configuración y los modelos de ciudad me parecían tener mucha relación con los sistemas de dominación del capitalismo tardío; de esto también habla, aunque poco a mi juicio, Luis Arenas. El motivo para ese desplazamiento del interés fue en principio teológico y, más precisamente, bíblico, pues yo deseaba por aquellos años especializarme en exégesis bíblica. Recuerdo a Juan Guillén explicándonos el concepto de segullah y cómo acabó por aplicarse a Jerusalén tras la toma de la ciudad por David. La teología de Sión tenía todos los visos de ser la primera teología política propiamente dicha y era, creía yo entender, una justificación del poder regio. Fue sobre todo la transformación de la fe cristiana en una religión urbana [3] la que me hizo plantearme las relaciones entre esa fe y el urbanismo [4]. Aprendí muy pronto que pagano significaba “del campo”. Con  Pablo el cristianismo se hizo una “religión urbana” y así permaneció durante siglos. Desde luego, ni las ciudades ni el campo eran lo mismo que hoy. El ámbito rural fue el que más tardíamente y con más dificultades fue evangelizado. Estas dificultades se expresan bastante bien en la radicalidad de algunos anacoretas y monjes orientales [5]. Sólo en el largo proceso que va desde la caída del Imperio de Occidente hasta el asentamiento de los otónidas en el Imperio, la fe cristiana penetrará en el campo (parroquias rurales) mezclándose de manera a veces curiosa y chocante con las tradiciones campesinas. Es evidente, según lo que acabo de contar, que mi interés por el urbanismo tiene unas claras raíces teológicas. En la Modernidad parece que la fe cristiana queda fijada al campo; las ciudades fueron el ámbito donde creció la indiferencia religiosa y el ateísmo [6]. Sin embargo, ¿no siguió Roma siendo una ciudad? Y Europa no es explicable sin ella—ni sin París y Berlín, aunque no, con mil perdones, Londres o Madrid. Ignoro si la frase la he leído en algún lugar o se la he escuchado a alguien; lo cierto es que hoy podemos decir sin miedo a meter la pata en exceso que la arquitectura ha muerto y sólo sobrevive el urbanismo. Esta muerte de la arquitectura viene detrás de toda una serie de muertes, que sin duda comenzaron cuando el loco proclamó que Dios había muerto y que nosotros lo habíamos matado. El libro de Arenas es por eso también un libro sobre urbanismo y cabe una lectura teológica.

            El autor ha puesto su obra bajo la invocación del sociólogo Z. Bauman, que ha escrito un buen número de libros sobre la licuefacción de la sociedad moderna recordando la frase de K. Marx que dio título a un muy interesante libro de M. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire [7]. La tesis: el mundo ha devenido líquido y la arquitectura ha debido, en consecuencia, hacerse líquida… a no ser que sea retrógrada y conservadora. Éste es uno de mis problemas con el libro, pues la palabra “conservador” parece haber sido usada por Arenas como una estrategia para descalificar: tiene siempre un significado implícitamente peyorativo, aunque se refiera a los otrora “progresistas”; pues parece que los progresistas de hoy serán los conservadores del mañana y los conservadores de hoy fueron ayer progresistas, así que la parte contratante… ¿quiere decir todo eso algo aparte de la proyección de un prejuicio? Más importante es el artículo determinado que he encuadrado más arriba, porque, ya cité a Hegel, los conceptos se vengan ¡y de qué forma más admirable! Quizás al final el problema aquí radica en otro concepto, el de progreso, cuyo sentido parece haberse también licuado. Al fin y al cabo, lo licuado y liquidado pertenecen a la misma familia.

            Se habla de la arquitectura deconstructiva; pero tengo para mí que la verdadera decostrucción de la arquitectura se hizo en las favelas. La arquitectura de los modernos no es, desde luego, una arquitectura de suburbio (Arenas recuerda con precisión cuándo feneció la arquitectura moderna), sino de diseño pijo, de grandes edificios administrativos y comerciales, bancos, museos hechos para ser museos y albergar muertos creados ad hoc…  Los arquitectos no proyectan las casas de los que no tienen casa y, sin embargo, configuran las ciudades (si es que tal concepto mantiene su sentido, cosa de la que Arenas duda dando muestras de sensatez y finura), pero lo hacen las más de las veces sin tener en cuenta a sus habitantes, sino a los agrimensores; claro que también hay problemas políticos; una vez más, de la póliς.

            La denuncia de la razón reducida a razón calculadora es tan antigua, al menos, como el padre de las modernas calculadoras, B. Pascal. Sí, el corazón tiene razones que a veces hasta el propio corazón desconoce y que la razón matemática ni siquiera ha olido desde lejos; pero me cuesta mucho imaginar el espacio como una realidad a-morfa; entenderlo como puro contenedor de formas no parece ninguna solución. Desde luego, la materia no es a-morfή, al menos para los que nos educamos en la convicción de que no hay materia sin forma.

            La ecuación entre arquitectura y biología no ha dejado de fascinar a muchos. bίoς, claro; pero no la humana, sino más bien como entomología, como el logos de un  bίoς, pero ¿qué lògoς? Al final los problemas vienen por lo más evidente, pues la razón es un puente que se construye con los materiales que uno tiene a mano mientras avanza. La vida que sea bio – logía no es, desde luego, la humana, sino que parece más bien una regresión al mundo de los insectos. Hace años, cuando la Heroica Ciudad celebraba el puente al que le fallan los tirantes, una construcción que se quedó a medias, pues le falta su gemelo debido a problemas con el presupuesto, a mí me asustó el monstruo pues no he podido dejar de ver a una mantis religiosa—esta vez sin matices teológicos—a punto de devorar mi sentido de la belleza; dígase lo mismo de la Ciudad de las Ciencias o de otros edificios. Es cierto que a algunos arquitectos se les caen las escaleras [8]; pero a otros los puentes se les hunden… o nos hunden en una pesadilla a plena luz.  Contra algunos arquitectos hipermodernos se debe decir que las personas no son insectos y que, para nuestra desgracia, tomado el modelo entomológico, es pensable que se acabe tratando a las personas como insectos. Tampoco es agradable pensar la ciudad o los edificios como unas prótesis.


            Ciertamente, la Modernidad es un animal de novedades y se traga todo al paso de las modas que, por definición, están también de paso. Lo único permanente parece el cambio—ya lo vio astutamente Hegel—y el mundo ha cambiado tantos que parece más un caos que un cosmos. ¿Vendrán otros dioses a ordenarlo? Ése es el papel que algunos arquitectos han querido. Otros un poco más antiguos tuvieron sueños napoleónicos y se vieron a sí mismos arrasando el centro de París para alzar una pesadilla. Le Corbousier se redimió parcialmente en Notre Dame du Haut en Ronchamp, pero la pesadilla que tuvo inspiró a otros arquitectos, aunque él—como señala con agudeza Arenas al comienzo del libro—acabase también, como Wittegenstein o Heidegger, en una cabaña. Sin embargo, el pasado nunca ha sido el verdadero futuro y quien sea de la estirpe de Abraham sabe que no hay vuelta atrás: no regresamos a Ítaca nunca.

            A mí, desde luego, no me gusta Las Vegas. La horterada puede ser llamativa, pero nunca es hermosa; jamás tendrá el aura que nos deslumbra cuando somos captados por la belleza [9]. La sociedad no está bien como está y uno se pregunta humildemente cómo podemos dormir con tanta tranquilidad cuando la sangre de los inocentes nos llega con frecuencia hasta los tobillos. Es verdad: las tesis de Robert Venturi está emparentada con el neoliberalismo económico y con todos aquellos que has desescatologizado la historia; pero cabe recordar que ese proceso ha sido muy moderno y progresista y que usar para referirse a él la palabra “conservador” sólo lleva a la confusión [10]. Desde luego, hablar de Gadamer a propósito de los despropósitos de Venturi (no me he resistido, lo siento) no parece acertado, porque la hermenéutica es otra cosa que mirar atrás y quien la reduce a eso no ha entendido nada; pero es notorio que se puede ser injusto de muchas maneras. Definitivamente, los arquitectos deconstrutivistas pueden tener algo serio; pero ni han deconstruido la casa ni la ciudad. Eso lo han hecho sólo los que viven en los márgenes.


               Shalom.


[1] Confieso gustoso que La jerga de la autenticidad ha sido uno de los libros que más me ha hecho reír. Adorno no sólo demostró ser un maestro de la ironía, sino, además, dejó patente—y que se me perdone la expresión—su mala leche. Me recordó algunas partes de El concepto de religión (que leí por primera vez en la edición de FCE) de Hegel, que también sabía reírse.

[2] Los visito de tarde en tarde, porque soy más bien bajo. Una nunca sabe bien qué va a condicionar su lectura…

[3] Las parábolas de Jesús están claramente sacadas del mundo rural.

[4] En esa relación veía yo una clave para comprender algunos de los procesos más conflictivos de la modernidad en relación con el fenómeno religioso. Aquí debo citar el impacto que me causó la lectura de Reyes Mate, El ateísmo, problema político. Este libro lo perdí en una de las muchas mudanzas que hice en los años ochenta. Quizás sea hora de recuperarlo.

[5] En el occidente latino el monacato tuvo una inspiración diferente y aquí debo recordar que algunas importantes ciudades europeas nacieron, precisamente, en torno a los monasterios benedictinos.

[6] La fe que se queda en la estación de París al llegar del pueblo según se decía en los años cincuenta.

[7] Conocí ese libro gracias a aquel caballero de la Filosofía, profesor en el I. B. “Martínez Montañés” y más tarde en la Facultad de Filosofía de Huelva, que ha sido Rafael Martínez, persona educada y sensata donde las haya.

[8] No ha sido el caso de la maravillosa escalera de Fisac en Alcobendas.

[9] Contra la subjetivación desmedida de los transcendentales—que se ha llevado a efecto, justamente, cuando se derrumbaba el sujeto moderno—recomendaré siempre el delicioso libro de C. S. Lewis, La abolición del hombre, que publicó hace treinta años la editorial Encuentro. Es cierto que nosotros captamos la belleza, pero me parece que sólo lo hacemos cuando previamente hemos sido captados por ella. No, la belleza no está en el ojo que ve; en éste se encuentra la admiración y el reconocimiento.

[10] Por cierto, la nota diez de la página 36 se aplica también al propio Luis Arenas; pues también es deliciosamente divertido asistir a las posteriores y  angustiadas exigencias de nuestro autor. Fukuyama dio marcha atrás, sin duda, pero de nada sirve tal cosa. Aquí cabe recordar el dictum de Horkheimer sobre teología y política. En fin, la nostalgia de que el verdugo no triunfe sobre la víctima nos puede mantener en pie.

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