martes, 15 de febrero de 2011

Noches blancas

LECTURAS DE HOSPITAL
Uno

            Por diversas circunstancias de la vida me ha tocado pasar bastante más tiempo del que yo quisiera entre las paredes blancas de un hospital. He acompañado a desconocidos, amigos e incluso a familiares que pasaban por el duro trago del ingreso. Desde la primera vez que entré en uno de esos hospitales han pasado muchos años, casi treinta y cinco. Todo ha cambiado: de aquellas habitaciones para seis pacientes en las que se hacinaban doce, de los pasillos atestados de camillas en las que los enfermos sufrían numerosas incomodidades pese a los cuidados de los enfermeros (a los que he visto literalmente desvivirse por cuidar a personas que les eran del todo ajenas), hemos pasado, en la sanidad pública, a habitaciones para dos pacientes, bastante limpias, con un cuarto de baño casi utilizable... Esto en lo que respecta a los enfermos; pero las cosas no han cambiado tanto para los acompañantes. Cierto es que ya no es necesario pelearse por una butaca para pasar la noche como sucedía antaño; vi verdaderas peleas porque, entre otras desgracias, no todos los acompañantes cabían en la habitación. Los viejos sillones, tanto por el uso como por el abuso, estaban con frecuencia rotos, les faltaban pedazos de gomaespuma y la suciedad se afincaba en ellos como el verdadero dueño. Algunos pensarán que exagero [1]. Las tardes se hacían interminables y uno escapaba del lugar como podía; desde luego no había televisores [2]. Yo mataba el tiempo escondiéndome a fumar en los servicios—nunca lo hice en las habitaciones, aunque los enfermos tenían hace años la costumbre de hacerlo—, donde coincidíamos multitudes agobiadas, charlando de todo un poco, dormitando y, sobre todo, leyendo. Confieso que siempre tuve miedo de tomar manía a los libros que me llevaba al hospital de la misma manera que cuando caigo enfermo y debo guardar cama procuro no leer libros que puedan gustarme en exceso, pues acabo rechazándolos. Eso me ocurrió con un libro editado por Planeta de Ramón J. Sender, En la vida de Ignacio Morell (creo que se escribía con dos eles): no pudo terminarlo porque, una vez repuesto, la novela me ponía enfermo.

            Las dos últimas semanas he estado, como alguien habrá sospechado ya, de hospitales. Esta vez en Málaga. Una experiencia agotadora y que me ha dejado aún más tocado. Ya sólo el huisqui y el humo del tabaco consiguen animarme, pero, claro, no son herramientas para usar en un hospital. He leído mucho, porque no me ha quedado otro remedio y, gracias a Dios, el televisor estaba allí, colgado de la pared, pero sólo como una presencia amenazante pues nadie cometió el error de encenderlo. Quiero hablar de mis lecturas, pero por hoy debo dejarlo porque me llaman otras obligaciones.

            Shalom.

[1] Pero no lo hago en absoluto y me quedo más bien corto. Tengo grabada en la memoria una habitación, con diez enfermos, a la que llevaron a un muchacho de unos catorce años recién operado de apendicitis. Todos, enfermos y acompañantes, intentamos ser amables con aquel niño que estaba, a todas luces, en un lugar que no le correspondía. La primera noche no durmió porque un pobre hombre no dejó de jadear por el dolor y, aunque se esforzaba por guardar silencio, no podía. La compasión—nada de solidaridad, por favor—que se respiraba en los hospitales era hondamente humana. He conocido sólo a un puñado de santos en mi vida; la primera vez fue en el hospital: una anciana dedicada a cuidar de su esposo, al que habían amputado, no recuerdo por qué, las dos piernas. Más tarde conocí a una prostituta, en el tiempo en que tuve la fortuna de conocer a un grupo de esas mujeres, que acogió en su cuchitril al primer enfermo de SIDA que yo recuerdo; en una habitación llena de humedades y maloliente convivía ella, su hijo pequeño y un tipo mayor que agonizaba. Sin duda se trataba de una mujer santa, que había encontrado y vivía el sentido más profundo de nuestra existencia. Yo por entonces era incluso feliz.

[2] Ahora se hacen pingües negocios con las tarjetas y las máquinas para ver televisión. Nunca ha sido difícil robar a los enfermos y el sistema sanitario público ese tipo de robo está perfectamente organizado.

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