jueves, 6 de enero de 2011

Marc Fumaroli

LECCIONES DE LOS MAESTROS


            En la primera semana del último octubre compré el libro de Marc Fumaroli, París – Nueva York – París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes, Barcelona, Acantilado, 2010. Había leído de él hace un tiempo El estado cultural, sobre la política cultural francesa, y Las abejas y las arañas, que giraba en torno a la querella de los antiguos y los modernos. Quiero hablar de París – Nueva York – París teniendo presente el encabezamiento, porque se trata de una verdadera lección en la que incluso cuando se está en desacuerdo es posible apren­der. Fumaroli es mayor—el próximo año celebrará, si Dios quiere, su octogési­mo cumpleaños—y tiene la sabiduría de los mayores: una mirada sosegada y reflexiva so­bre la realidad acompañada de no poco sentido del humor y de una afinada capacidad crí­tica. Es un europeo en pleno sentido.

            El título y subtítulo nos informan suficientemente sobre el contenido de la obra, que está llena de sabiduría teológica y de finura espiritual—la que Pascal reclamase repetida­mente en los albores de la matematización del mundo. A diferencia de otros pensadores que se han limitado a saquear la cantera de nuestra tradición teológica [1], Fumaroli es ca­paz de reflexionar teológicamente. De hecho, hice del libro una primera lectura y ahora es­toy enfrascado en la segunda [2] que me está resultando más fructífera. La obra tiene numerosos méritos—la erudición es sin duda uno de ellos—y uno de los mayores consiste, en mi mo­desta opinión, en que Fumaroli ha sabido ver el significado de la multiplicación de imáge­nes en una cultura de trasfondo iconoclasta. Como no tengo necesidad de pedir permiso a nadie para escribir aquí, me permitiré la libertad de hacer algunas reflexiones (desordena­das y un poco caóticas, sacadas de los marginalia) al hilo de la lectura de París – Nueva York – París.Y si alguien va a leer estas reflexiones, le pido perdón de antemano.

            El exceso de imágenes que nos golpea desde hace tiempo se debe, en buena medida, a la falta de sensibilidad para la imagen (para el icono). Los modernos se saturan porque no son capaces de comprender: la abundancia es una forma de violencia, porque se destru­ye por saturación. Lo preocupante—Fumaroli lo señala en su análisis—es que de este modo se pretende borrar toda huella de Cristo en la cultura europea [3]. La cantidad de imágenes sirve además para algo novedoso: la reducción del otro a objeto, a cosa manipu­lable a merced del propio narcisismo—la pornografía es esto además de una forma explo­tación.

            Quizás es posible admitir que la fotografía fue el primer intento programado de abolición del “arte”; esta abolición fue consumada más tarde por el cine, la televisión y hoy ha sido llevada al extremo por los videojuegos, representaciones (performances) e insta­laciones presentadas ahora por la industria del consumo como la culminación de un “arte” ausente. Lo doloroso de esto es que mucho de lo perdido no se recuperará jamás y ni si­quiera quedará la nostalgia de la pérdida, pues la sensibilidad se educa en la tradición. Acusada de ser retrógrada, la tradición no sólo se ha batido en retirada (vergonzante con frecuencia), sino que ha sido considerada por los promotores artísticos [4] como aquello contra lo que se deben dirigir todos los esfuerzos. El gran reclamo es el multiculturalismo (Cervantes y el tam-tam): se supone que la fusión es lo bueno, pero lo que se produce es, en efecto, la indiferencia. Todo vale con tal de que nada sea valioso: la negación de las jerarquías es de esta manera la negación del valor redentor de la belleza, porque se entiende que nada debe ser redimido: nada es valioso y todos puede ser considerado como basura reciclable.

            ¿Qué palabra puede decir la fe cristiana aquí? Eleva la voz en defensa de lo humano concreto, del individuo con rostro. Durante dos milenios los europeos nos hemos acostum­brado a ver a un Dios con rostro humano y, además, crucificado. Volver así a la paulina lo­cura de la cruz, pero no en la contraposición luterana con la theologia gloriae, sino como su culminación: la belleza de Dios (su gloria) se manifiesta en este mundo incluso cuando lo torturamos. Ya decía Ireneo de Lyon que la gloria de Dios era el hombre viviente y si el concepto bíblico de kabôd (δόξα) puede traducirse—como yo creo—por belleza, entonces encontramos en el ser humano una belleza sobreabundante cuyo origen es el exceso de amor de Dios (su “ser”) por el hombre y en éste aparece algo que debe ser rescatado. Re­sulta que los hombres seguimos necesitando consuelo, aunque las modernas técnicas del olvido procuren ocultarlo: la diversión borra las huellas de la dignidad humana.

            La banalización del arte ha sido en buena medida una manifestación de la banaliza­ción de lo sagrado en el hombre, su dignidad. Para esto se ha hecho imprescindible borrar (no tachar, como hicieron los ateísmos clásicos en cuyo honor cabe decir que pretendían ser una defensa de la dignidad humana) al mismo Dios y hacer intolerable la palabra [5]. La banalización de Dios fue tal vez el presupuesto necesario y desde esta óptica se puede comprender el intento de algunos teólogos de prescindir de la imprescindible palabra “Dios”. Aquí cabría dar un vistazo al libro de Martin Buber, Eclipse de Dios, que editó hace algunos decenios la maravillosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. Unos pocos, en la senda perdida del Maestro Alemán, Margarita, podrían pensar en los pasos atrás; pero no valen, porque las huellas han sido cuidadosamente borradas. ¿Qué hacer en­tonces? Acudir a los testigos vivos que quedan. Es cierto: la imagen de Cristo no puede ser coartada para la mediocridad de algunos artistas; el “arte” tampoco puede ser entendido como un puro desahogo sentimental.

            Si el abuso conlleva la pérdida de significado, esto es lo que ha acontecido con la pa­labra “Dios”. Los medios de comunicación han hecho el trabajo de banalización de la pala­bra y el término acabó perdiendo para muchos cualquier significado inteligible [6]. Este proceso puede verse como causa lejana del triunfo de lo hortera (kitsch). Esto hortera sólo puede triunfar una vez que las personas han perdido el sentido de la belleza. Aquí no son sólo los medios de comunicación (baste mirar la lista de programas de éxito), sino la pro­ducción masiva de objetos supuestamente “bonitos”. La ordinariez (el hecho de llevar lo ordinario a la cima de lo extraordinario) también tuvo su gloriosa entrada en el (mercado del) mundo del “arte”: el negociante Marcel Duchamp y el insulso Andy Warhol que nos han conducido de la mano hasta el arte basura [7], el trash art. De ellos recibió supuestamente su justificación estética. Quizás la causa de todo esto sea resumible en una caricatura real: Avida Dollars. El hecho de que el mercado (el arte como inversión) penetrase en el mundo del “arte” fue decisivo (y aquí sí tuvo mucho que ver la mentalidad de los americanos acomplejados permanentemente—y con razón—frente a Europa). A la larga esto se ha expresado en la intolerancia ante cualquier juicio estético que se pretenda objetivo: nada liga ni puede dirigir la consideración subjetiva, nada... menos el mercado. El  del arte marca, de hecho, un fin del “arte”. La abolición de las jerarquías artísticas conoce y sostiene la jerarquía más importante: la del dinero. Es un hecho comprobable que sólo los buenos marchantes (los que tienen contacto con las grandes galerías americanas) hacen hoy a los grandes artistas. ¿A quién se promocionará? A aquel que sea vendible mediante estrategias de mercadotecnia. Reificación del  “arte”.

            Estoy en desacuerdo con algunas de las observaciones de Fumaroli sobre los mu­seos. Siempre he creído que el primer pecado de la Modernidad en todo esto fueron los museos, preparados sin duda por la emergencia del “arte” como algo aparte. Fragmenta­ción. El sistema de mecenazgo contaba con artesanos y no artistas (piénsese en el trato que daban los pontífices romanos a sus pintores). Los artesanos sólo accedían a la considera­ción de artistas después de pasar por la prueba del fuego del tiempo, que se fue acortando a partir del siglo XVI. El Renacimiento comenzó algo que la Modernidad acabó consagran­do: el artista separado y producido en solitario; pero los talleres, bien lo sabe Dios, aún eran fundamentales (pienso, por ejemplo, en Velázquez) como escuelas de formación y gusto, y continuaron siéndolo durante algunos siglos.

            Con el museo aparece la descontextualización (que ya había comenzado con esa tí­pica manía de agrimensor, el coleccionismo): la obra de “arte” queda aislada y se convierte en un fragmento insignificante. Mientras que antes la obra nos daba el todo en el fragmen­to que era ella, ahora ella queda reducida a una totalidad encerrada cabe sí misma. Caso tí­pico y desastroso: la desubicación de las pinturas románicas de algunas iglesias del Pirineo catalán. Los coleccionistas americanos hicieron de las suyas desmontando iglesias y casti­llos; los otros expoliadores destruyeron buena parte del patrimonio (pienso en los mosai­cos de Itálica jamás recuperados). El “arte” pierde así su existencia y se convierte en objeto catalogable, medible y, sobre todo, vendible—¡que se lo digan a los museos neoyorquinos!

            Las mitologías surgen cuando los hombres han dejado de creer en los mitos [8]; los museos ¿no surgen cuando se ha acorralado la belleza, cuando se ha dejado de creer en su capacidad para transformar (trans-tornar) la realidad? El arte arrinconado deja de ser peli­groso: ¿se recuerdan los versos de Rilke sobre el ángel? No me caben muchas dudas: la destrucción de la belleza como programa comenzó con el Futurismo. El Arte Contemporá­neo sigue a pie juntillas esa idea: nihilismo estético (Nietzsche volvería el rostro espanta­do). Incluso la expresión “Arte Contemporáneo” es un engaño pues nos da a entender que hay un “arte” que pertenece al pasado; claro que los valores seguros son los modernos, porque se cotizan en bolsa. Todo verdadero “arte” (la expresión es redundante, lo sé) es nuestro contemporáneo: el hombre que en la semioscuridad trazaba las siluetas de los bisontes, Fidias, Duccio, Giotto, Rublev, Moro, Murillo, El Greco, Rafael, Velázquez, Rembrandt, Goya, Turner, Cézanne... (que Dios me perdone, pero no puedo hacer una lista), todos ellos son nuestros contemporáneos, pues no sólo nos siguen hablando (aunque sesudos profesores de arte se empeñen en someterlos a una rigurosa clasificación), sino que denuncian con su presencia lo que se ha hecho con el “arte”: un negocio; precisamente, Fumaroli, la privación del otium [9].

            ¿Cómo se valora hoy el arte? En dólares y, en menor medida, en euros.

             Ocaso de la belleza. Cierto: nos hemos vuelto incapaces de estilo. Salvo en las honrosas excepciones del mundo de la literatura, el arte es incapaz de estilo. Quizás las vanguardias fueron las responsables, pues hubo un tiempo (ya mandaba el mercado) en el que ser de vanguardia era estar retrasado, llegar después de las campanadas.

            Descomposición de la forma y degradación de la materia. Basura informe como reflejo. El arte bajo el modelo explícito de la fotografía: reproducción pura de lo que hay, de lo dado. Nada de transfiguración. Quizás sea un relato que Fumaroli no aborda, el del Monte Tabor, el que haya inspirado en última instancia las grandes obras del “arte” occidental: se trata de transfigurar la realidad (no de sustituirla) haciendo que en la materia, que es buena, se transparente la belleza de Dios, la divina belleza de la creación que tiene como marca las huellas dactilares del Creador. Situar la realidad, diría un ortodoxo, bajo la luz tabórica. Nosotros, retomando la célebre frase de Horkheimer, podríamos decir: un “arte” que no contenga, aun como nostalgia, la promesa última no será sino un puro arreglo de cuentas.

            El ocaso de la belleza (incluso se dice que el “arte” no debe ser bello) es el triunfo de la mediocridad. En el gesto de asco que retrocede ante la belleza sólo se manifiesta la incapacidad del que se dice artista. Ya he dicho que los talleres y las academias fueron importantes porque contribuyeron a formar (dar forma) al gusto de los futuros artesanos. No es extraño, pues, el triunfo de las reproducciones en cadena.

            Desaparición del paseo: ¿sería concebible en una ciudad como las modernas un libro como el de Proust? No, porque ya no se pasea. Hoy se sale de compras—usando incluso esa ridícula palabreja estúpida que remeda al genial compositor polaco, chopin. Nuestra obligación como personas decentes sería arremeter contra todo esto. El absurdo de muchas iglesias llenas de imágenes para entronizar el gusto plebeyo. Sé que las palabras son duras, pero apuntan al espanto que produce el relleno de algunas iglesias.

            Otra vez los museos como mortuorios, la obra-de-arte-para-el-museo; pero si el museo es un mortuorio, se encargan obras para la posteridad, para el cementerio, sin haberse tomado la molestia de superar la prueba del tiempo. ¿Cómo ha acontecido todo esto? Los museos no fueron concebidos como lugar de oración [10]; por eso han educado exclusivamente el gusto de algunas minorías, pero sólo acostumbrándolas a series cronológicas (una forma de medir lo inmedible, es decir, de volver ciegos a los visitantes). Sólo cabe pensar aquí en el ejemplo de la reacción de los cistercienses ante el lujo de Cluny. Las iglesias formaron el gusto de generaciones porque en ellas se iba a rezar, el “arte” no acontecía fragmentado. Y aquí los modernos deben saber que “rezar” no es lo que ellos suelen pensar. Los museos no son templos laicos, sino lacios. En España son más bien templos desamortizados (secularizados a veces); pero pagamos carísima la eliminación del aura. Así las cosas, hoy el gusto lo conduce la televisión: de ahí el irresistible triunfo del mal gusto, de la ordinariez que alcanza hasta la misma configuración de las ciudades (se pueden alabar aún, Fumaroli lo hace, las fachadas de París). Llegado aquí debo decir: algunas cosas eran necesarias, pero no era necesario hacerlas tan mal, casi con perversidad, y con un mal gusto que raya la excelencia.

            La oposición no es la americana entre lo high y lo low (Fumaroli se la traga sin darse cuenta), sino entre lo bello y lo ordinario, entre lo hermoso y lo soez. No es alto y bajo lo que se contrapone—y menos en Europa. En ese binomio yanqui se ha introducido de matute el poder del dinero, pues lo high es poderoso mientras que lo low es menesteroso. Sin embargo, hoy lo high es precisamente lo ordinario. En Europa la fe cristiana nos acostumbró a ver belleza en lo bajo, pues ¿qué hay más bajo que la cruz de Cristo? En ella el “arte” no vio nada ordinario, sino que descubrió el impacto de la belleza (gloria) de Dios. Los artistas fueron capaces de hacernos ver la transfiguración de lo dado: no negaron nada, sino que nos descubrieron su hermosura. Pero esto hoy ni se huele.

            Llegados aquí no puedo menos que felicitar al lector por su paciencia y recomendarle que no pierda el tiempo y vaya a leer el libro de Marc Fumaroli, París – Nueva York – París. Podrá estar en desacuerdo, pero le obligará a pensar [11].

            Shalom.


[1] En buena medida la filosofía moderna—como he dicho en otras ocasiones—debe su éxito al saqueo sistemático (al menos desde Hegel, aunque éste debe ser contado en el nú­mero de los grandes teólogos) del botín teológico. La secularización ha sido también una forma de supervivencia para la filosofía, aquejada de un permanente complejo de Edipo frente a la teología: quiere a la madre (la religión) mientras procura eliminar al padre (Dios). Este complejo edípico de la filosofía se hace patente al comprender no sólo el ori­gen (contra Blumenberg), sino el desarrollo del pensamiento filosófico en la Modernidad. En España apenas hay una reflexión serena de raíz teológica.  Ahora puede leerse con pro­vecho el excelente trabajo del teólogo abulense, formando en Tubinga, Olegario González de Cardedal, La teología en España (1959-2009), Madrid, Encuentro, 2010. Eugenio Trías ha intentado aprovecharse de la matriz teológica, pero se aferra a la categoría “religión”, que tiene la ventaja de resultar más manejable por cuanto es una abstracción; más interesante me parece en este sentido el pensamiento de José Jiménez Lozano.

[2] Porque hay libros que merecen estudiarse.

[3] Sin duda esto forma parte de la cristofobia de muchos modernos, que ni siquiera son capaces de entender su origen. Quiero dejar aquí bien claro que Nietzsche no fue presa de ese pánico.

[4] Semejante expresión dice en qué se ha convertido el “arte” en el mundo de la mercado­tecnia conocido como Arte Contemporáneo (así, con mayúsculas).

[5] Hace ya muchos años que está mejor visto socialmente hablar de la pornografía sea vio­lenta o sexual que de Dios, quien se ha convertido en un verdadero tabú.

[6] No se trata, pues, del ateísmo lingüístico al estilo de Widsom y Flew. Aquí ha sido todo más sencillo y no se ha necesitado ninguna discusión. No ha habido polémicas en Oxford, sino en la televisión.

[7] La lista podría engrosarse. Incluso con el español Avida Dollars. Recuerdo haberlo visto hace muchísimos años en un famoso programa de televisión (Un, dos, tres, responda otra vez) presentado en aquella época por Kiko Ledgard. Como premio fabuloso para los con­cursantes—en un tiempo en el que la humillación pública se había hecho requisito para ganar concursos—Avida Dollars puso sobre una cartulina una calabaza (el emblema del programa televisivo); con un aerosol esparció pintura sobre la calabaza, firmó con su nom­bre y, voilà!, hizo a los ojos de toda España en un minuto una obra de arte. Y seguro que al­guien guardó semejante engendro. ¿Es casualidad que surgiera el interés de Disney por Avida Dollars y de éste por aquel?

[8] La primera vez que escuché esta afirmación, en boca del padre Miguel Pérez del Valle, tenía yo catorce años. Años más tarde, en el curso de Simbología, se la oí de nuevo y dio una maravillosa explicación cuyos apuntes aún conservo.

[9] Recuerdo haber asistido a finales de los años setenta—época de compromiso—a una exposición contra la urbanización de Isla de la Cartuja (en el Colegio de Arquitectos de la ciudad, entonces preocupados aún por problemas urbanísticos). Fui incluso a una pequeña manifestación contra una urbanización que era, según se decía, contraria al espíritu de la ciudad. Ahora está en marcha la construcción de un rascacielos (“¡rascaleches!”, que diría Miguel Hernández) tan moderno como una estación espacial. De hecho, su justificación bancaria es ésa: la modernez. Espero lleno de espanto el momento en que las conjunción celeste de autoridades bancarias y ciudadanas (que no cívicas, por desgracia) decida que es el momento en bien de la ciudad y por la salud pública de construir una estación espacial. Pueden ofrecer el espacio desde el Alcázar hasta la Torre del Oro; incluso podemos imaginar cómo crecen los nuevos hongos mientras se derriban los residuos del mundo antiguo. Todas las ciudades acaban siendo idénticas mientras se grita que se quiere la diferencia.

[10] Reconozco, sin embargo, que yo me arrodillo en los museos para rezar delante de  las imágenes de culto—¡Guardini!—ante el estupor de los incrédulos visitantes; porque rezar ha sido siempre en Europa una forma de contemplar la belleza.

[11] Como final sin excusa y fuera del escenario diré que estas reflexiones han sido perfumadas por los vapores del huisqui y el humo del tabaco. Quizás ahora que estamos en plena campaña, se prohíba el libro de Fumaroli por incitar a actividades delictivas y perjudiciales para la salud (sé que el mismo chiste sin gracia lo hice a propósito de la traductora de El pentateuco de Isaac, conste). El Arte Contemporáneo también os desea una sana felicidad: no fumaréis y practicaréis sexo con espíritu deportivo; acabado el asunto, os levantaréis para echar unas carreras en las que no beberéis sino agua embotellada en plástico; no comeréis alimentos prohibidos... ¿Seréis felices? Ni siquiera superficiales, más bien estúpidos. Por cierto, en la tachadura procedo a la inversa que Fumaroli, porque sé que estamos derrotados... como el don Quijote de León Felipe.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por la felicitación. Un cúmulo de verdades. Enhorabuena y felicidades a usted.