miércoles, 15 de abril de 2009

Vasili Grossman

EL MIEDO Y LA VIDA II





Después del éxito merecidamente alcanzado por Vida y destino cualquier presentación de Grossman (Berdíchev, 1905- Moscú 1964) estaría de más. De todos es conocido que cubrió la batalla de Stalingrado para el periódico Estrella Roja (tan bien recreada en Vida y destino), que dio al mundo la noticia de los campos de exterminio nazis (fundamentalmente Treblinka) y que durante mucho tiempo siguió siendo fiel a los postulados del PCUS... ¿o no? Porque es cierto que Grossman sólo se liberó de su miedo tras la muerte del genocida Stalin. Por eso es también interesante Todo fluye, porque Vasili Grossman debe hacer frente en el relato a su propia conciencia.

Volvamos a Europa en 1945: el Tercer Reich ha sido derrotado por el oeste, pero también por el este; parece que la barbarie ha sido aplastada. Los EEUU (una sigla) han puesto su bota en la destrozada Europa (destrozada, todo hay que decirlo, por sus propios crímenes) y no la levantarán. Por el otro lado, la URSS (otra sigla: qué curioso que el nombre de los dos grandes imperios de finales del siglo XX sea precisamente una sigla: FULASA, RULASA, CARASA,/¡RENFE, RENFE, RENFE!, que diría el viejo Dámaso). Los crímenes del nazismo fueron puestos al descubierto; pero ¿quién le pone el collar al gato? ¿Quién denuncia los crímenes que se venían cometiendo en la URSS desde el mismo 1917? ¿Quién los de EEUU en el extremo oriente después de la masacres de Horoshima y Nagasaki por no remontarnos a su política imperialista en Latinoamérica? Silencio. Sin duda, un silencio provocado por el miedo: al gulag, a la represión, a Siberia, a perder el estatus, a ser expulsado, a la muerte, a ser señalado por la calle con el dedo, a ser llamado “burgués”, a ser tildado de “comunista”... El miedo que se destila en Todo fluye es, pues, diferente del que hemos leído en El miedo, pues si allí de la tiniebla emergía el monstruo de la guerra absurda, ahora el monstruo es el Estado (sí, con mayúsculas), pero un Estado que se materializa en sujetos concretos: líderes revolucionarios, comisarios políticos, senadores... Y en el vecino, el que vive junto a tu misma casa: mira por la celosía y ve que no eres puro. Tu impureza te convierte en un peligro.

Grossman ya había visto durante la batalla de Stalingrado que la URSS no sólo no era ningún paraíso -pese a las aldeas Potemkin-, sino un verdadero sistema concentratorio en el que ni la fidelidad a los dictados de Koba permitía estar seguro. Sin embargo, los individuos estaban ciegos. Esto queda perfectamente claro en ese magnífico libro escrito por una víctima fiel, que justificó todo hasta que le llegó el turno; me refiero a Evgenia Ginzburg, El vértigo, Barcelona, Ed. Círculo de Lectores – Galaxia de Gutenberg, 2005. Grossman escribe Todo fluye a toro pasado, pero incluso así tiene el mérito indiscutible de denunciar un sistema en el que aún la inmensa mayoría creía (aún hoy pueden encontrarse personas que, no se sabe cómo, defienden los actos de Lenin y de Stalin) y hacerlo con la valentía de la que muy pocos fueron capaces.

Todo fluye narra el retorno de Iván Grigórievich a la vida después de los años pasados en el gulag. Este retorno se convierte en un examen de conciencia de todo lo que ha sucedido: desde la fidelidad al Partido de su primo Nikolái, que descarga con dureza su propia frustración sobre Iván, hasta las misma ciudades que el protagonista visita y en las que todo rastro de lo que fue feliz ha desaparecido (la infancia es, de hecho, la única patria que le queda a Iván). Grossman se permite incluso el humor al referir ciertos acontecimientos:

Stalin murió sin que estuviera planificado, sin la indicación correspondiente de los órganos directivos. Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin (pág. 38).

Pero este humor es sólo un soplo, pues la obra aparece cargada de un profundo pesimismo respecto al pasado -Grossman, a diferencia de Chevallier, entendió que cabía alguna posibilidad de redención. Los miedos mezquinos alimentaban el resentimiento y convertían a los individuos en marionetas (¿pero no eran libres de ninguna manera?) en manos del Estado:

Era preciso no dudar, votar sin miramientos, firmar. Sí, sí, el miedo por el propio pellejo y el miedo a perder el caviar negro habían alimentado su fuerza ideológica (pág. 45).

El capítulo siete es una formidable reflexión sobre la culpabilidad en un sistema perverso. Grossman parece haberlo escrito teniendo en la memoria las palabras de otro escritor ruso, Aleksandr Solzhenitsyn: La línea de demarcación entre el bien y el mal pasa por el corazón humano. Iván, sin condenar a Nikolái, pero sin tranquilizar la conciencia de éste, marcha a Leningrado, pero allí incluso Ania, su antigua novia, se ha olvidado de él, quizás dándolo por muerto, quizás -no se sabe- convencida de que su novio había traicionado los altísimos ideales de la Revolución... La escena en que Iván pasa por delante de la casa actual de Ania es digna de leerse varias veces, pues lo contenido del lenguaje ayuda a entender la incapacidad para comunicarse incluso consigo mismo en la que se encuentra Iván. Por más que busca, el protagonista no puede encontrar, incluso lo eterno parece haberlo traicionado:

Fue al museo de Hermitage y lo abandonó lleno de aburrimiento y frío. ¿Era posible que los cuadros hubieran seguido siendo tan bellos durante todos aquellos años, mientras él se transformaba en un viejo presidario? ¿Por qué no habían cambiado, por qué no habían envejecido los rostros de las divinas madonnas y el llanto no había cegado sus ojos? ¿Era posible que de aquella eternidad, de aquella inmutabilidad, no derivara su fuerza sino su debilidad? ¿Era así como el arte traicionaba al hombre que lo había creado? (pág. 75).

No quiero acabar copiando el libro completo y no por miedo a que me denuncien, sino porque es mejor leerlo directamente. Las observaciones que Grossman hace sobre la naturaleza humana me han recordado en ocasiones a Dostoievski -no en vano Grossman pisa la misma senda que los grandes maestros rusos. Sólo algunas frases:

Algo se le puede perdonar al hombre si, en el lodo y el hedor de la violencia concentratoria, continúa siendo un ser humano (pág. 140).

Era hermosa porque era buena (pág. 163).

Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo (pág. 192).

La relación que establece Iván con su casera, una viuda enferma, está narrada con mucha delicadeza, aunque tengo para mí que Grossman no tuvo tiempo de desarrollarla completamente. De hecho, a medida que nos acercamos al final del libro la novela parece ir dejando el espacio a la reflexión sobre los crímenes del leninismo y del estalinismo. Algunas observaciones rozan la genialidad -como la que se hace a propósito de la fidelidad del perro al amo que quiere matarlo, pero el tono se acerca mucho más a la historia pura y dura que a la novela: los personas se desdibujan y la denuncia (junto a una apasionada defensa de la libertad humana, una libertad bien concreta: decidir qué se siembra) adquiere todo el protagonismo. Ciertamente, Todo fluye es la última novela de Grossman y es posible que no tuviese tiempo de concluirla por completo. Aún así es un libro magnífico cuya lectura nos hace pensar y nos abre discretamente la puerta -aunque sin mostrarnos nada- a las posibilidades de redención de los seres humanos.

Esos hombres no deseaban el mal a nadie, pero habían hecho el mal durante toda su vida.
Y sin embargo esos hombres eran hombres
(pág. 287).

Queda pensar sobre el contenido actual de esta denuncia, sobre nuestros propios miedos; pues, como me dijo en una ocasión alguien, algunos agrimensores no envían hoy a sus subordinados al paredón porque no se acostumbra a hacer ya; pero si se acostumbrase, lo harían: la obediencia sigue ahí, pero seguirá siendo siempre, como enseñó Chenu, una virtud muy mediocre. En otra ocasión continuaré esta reflexión. Shalom.

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