miércoles, 15 de abril de 2009

Gabriel Chevallier

EL MIEDO Y LA VIDA I




Me gustaría hablar de dos libros que he leído recientemente y cuya relación, aparte del género, es más de fondo que literaria. Hoy me referire a la novela de Gabriel Chevallier, El miedo, Barcelona, Ed. Acantilado, 2009 y próximamente a la ya famosa novela (si es que cabe calificarla así) de Vasili Grossman, Todo fluye, Barcelona, Ed. Círculo de Lectores – Galaxia de Gutenberg, 2008. Si la primera es el testimonio personal de lo experimentado en el frente durante la Primera Gran Guerra, la segunda es una novela que recoge las experiencias de una víctima del gulag soviético, Iván Grigórievich.

Ciertamente, las dos obras adoptan la forma de un relato novelada, pero yo me preguntaría si tanto a El miedo como a Todo fluye podemos calificarlas sin más de novelas. Desde luego, relatos imaginativos no son, sino que la trama de ambos libros se aferra a la realidad de lo que, desgraciadamente, sucedió en la Europa del siglo XX. Del fondo de ambos relatos sube el mismo aroma infernal: el miedo, que adopta diferentes formas, pero que podría calificarse como una de las grandes experiencias de los europeos del siglo pasado. Tienen también en común la calidad literaria, pues no se trata de simples testimonios, sino de verdaderos relatos -más en el caso de El miedo, pues el final de Todo fluye se asemeja bastante a un ajuste de cuentas -merecido sin duda- con el stalinismo y el leninismo.

Chevallier (Lyon, 1895 – Cannes, 1969) vivió personalmente la Primera Gran Guerra y quedó profundamente marcado por ella. De hecho, para muchos europeos la Primera Guerra fue más impactante que la Segunda, pese a la brutalidad sin límites de ésta, porque nunca antes de 1914 se había visto en el mundo tanta violencia. El miedo testimonia esa bestialidad sin límites. El arranque de la novela es magnífico, pues pone delante de nosotros la declaración de guerra y el entusiasmo que ésta suscita a modo de cuadro impresionista: unas pocas pinceladas le basta a Chevallier para dibujar la idolatría de la guerra, el frenesí que el impío Ares es capaz de suscitar en el corazón de sus fieles. Y he nombrado a Ares (y no a Palas) porque la brutalidad y la sinrazón presiden ese entusiasmo (que, no se olvide, significa estar poseído por el dios: ἐν θεός):

Una voz entre la multitud, como un petardazo: “¡ES LA GUERRA!”
Entonces Francia empieza a arremolinarse, se lanza a través de las avenidas demasiado estrechas, a través de los pueblos, a través de los campos: la guerra, la guerra, la guerra...
Los guardias rurales con sus tambores, los campanarios, los viejos campanarios románicos, los esbeltos campanarios góticos, con sus campanas, anuncian: ¡la guerra!
Los centinelas delante de sus garitas tricolores presentan armas. Los alcaldes ciñen sus bandas. Los prefectos se ponen sus uniformes. Los generales hacen acopio de su genio. Los ministros, muy emocionados, muy preocupados, se ponen de acuerdo. ¡La guerra, lo nunca visto!
Los empleados de banca, los dependientes, los obreros, las modistillas, las mecanógrafas, los porteros mismos no pueden aguantar ya en sus sitios.¡Se cierra! ¡Se cierra! Se cierran las taquillas, las cajas fuertes, las fábricas, las oficinas. Se echan los cierres metálicos. ¡Vamos a ver!
Los militares adquieren una gran importancia y se sonríen ante las exclamaciones. Los oficiales de carrera se dicen: “Ha sonado la hora. ¡Se acabó el pudrirse en los grados subalternos!”
En las hormigueantes calles, los hombres, la mujeres, del brazo, inician una farándula ensordecedora, sin sentido, porque es la guerra, una farándula que dura una buena parte de la noche que sigue a ese día extraordinario en el que se ha pegado el anuncio en las paredes de los ayuntamientos.
La cosa comienza como una fiesta.
Los cafés son los únicos que no cierran.
Y se sigue notando ese olor a ajenjo fresco, ese olor del tiempo de paz.
Algunas mujeres lloran. ¿Es el presentimiento de una desgracia? ¿Son los nervios?
(págs. 14s).

Esta descripción impresionista -que sigue algunas páginas- desemboca en la absoluta irracionalidad del episodio de la terraza del café del centro: un hombrecillo que se niega a sumarse al entusiasmo general (y que no se pone en pie al oír La Marsellesa, que canta la gloria sangrienta de los hijos de Francia: Aux armes, citoyens,/formez vos bataillons,/marchons, marchons! Qu´un sang impur/abreuve nos sillons!, y la sangre impura para los que viven bajo el culto a la nación es siempre la de los otros). Finalmente, la locura de Ares se apodera de todos y la guerra está en la buena senda.

La primera parte de la novela describe la penosa marcha a la primera línea a la que nunca se llega: se va de aquí para allá sin que el soldado sepa dónde va, pero se marcha rápido, a toda velocidad, para impedir que pueda pensar. Si la mili fue definida certeramente como “donde se hace menos desde más temprano”, la guerra podría definirse como el lugar donde se corre más para pensar menos. La experiencias personales de Chevallier se van acumulando en la marcha por las trincheras, en la humedad, el cansancio y el agotamiento turbio que se asemeja a la muerte. Finalmente, todo está marcado por el miedo. La orden es siempre la misma: ¡Adelante! Y se sigue, pero el espanto no disminuye, sino aumenta a cada nuevo encuentro:

De lejos percibí el perfil de un hombrecillo barbudo y calvo, sentado en el banquillo de tiro, que parecía reírse. Era el primer rostro distendido, reconfortante, que nos encontrábamos, y fui hacia él con agradecimiento, preguntándome: “¿Qué motivos tiene para reír así?” ¡Se reía de estar muerto! Tenía la cabeza limpiamente cortada por la mitad. Al adelantarlo, descubrí, en un impulso de retroceso, que le faltaba la mitad del rostro risueño, el otro perfil. Tenía la cabeza completamente vacía. El cerebro, que había rodado de una pieza, estaba justo a su lado -como un producto de casquería-, cerca de su mano, que lo señalaba. Este muerto nos gastaba una broma macabra. De ahí, quizá, su risa póstuma. Esta farsa alcanzó el colmo del horro cuando uno de nosotros... (pág. 84).

El protagonista, Jean Dartemont, acaba la primera parte herido en un hospital; por fortuna para él, nada grave; pero es retirado del frente. En el hospital parece que la situación se humanizará, pero lejos de eso el miedo a la guerra -el miedo a la muerte, el miedo al espanto- provoca, si es posible, una mayor deshumanización. Incluso en la conversación con el capellán se releva la idolatría que se rinde a Ares, una ceguera total incluso para el quinto mandamiento: “No matarás”. Dios se desdibuja porque su nombre es usado en vano:

Si el Hijo de Dios existe, es el momento en que nos muestre su corazón, cuando tantos corazones sangran, ese corazón que tanto amó a los hombres. ¿No ha servido, pues, de nada, y su Padre lo sacrificó inútilmente? El Dios de la misericordia infinita no puede ser el de las llanuras de Artois. El Dios bueno, el Dios justo no ha podido autorizar que se lleve a cabo en su nombre semejante escabechina de hombres, no puede querer que semejante exterminio de cuerpos y espíritus sirva a su gloria.
¿Dios? Bah, bah, el cielo está vacío, vacío como un cadáver. En el cielo no hay más que obuses y todos los artefactos mortíferos de los hombres...
¡La guerra ha matado también a Dios!
(pág. 147).

Todos se rinden ante ese miedo angustioso porque no son capaces de mirarlo cara a cara. Finalmente, después de haberse quedado en la retaguardia, Jean vuelve al frente para acumular más experiencia del horror. Y cuando la guerra se acaba, los hombres no estamos acostumbrados aún a no tener miedo, pues después de la masacre hasta la paz resulta rara y las huellas de la guerra, el miedo, perduran por siempre. Digamos que hasta aquí el testimonio de Gabriel Chevallier; pero, claro, hay que leerlo y nadie se debería conformar con una reseña de tres al cuarto. No diré que es una obra maestra (pienso que hay muy pocas), pero sí una gran novela en la que la reiteración del espanto consigue hacer partícipe al lector de esa experiencia atroz y brutal. La diosa quizás cantase la cólera de Aquiles, pero Ares disfruta viendo marchar a los seres humanos al abismo.

Sin embargo, la novela, que se publicó originalmente, en 1930, se retiró de las librerías en 1939: En 1939, su [de El miedo] venta fue libremente suspendida por mutuo acuerdo entre el autor y el editor. Cuando la guerra está ahí, ya no es el momento de avisar a la gente de que se trata de una siniestra aventura de consecuencias imprevisibles. Eso habría que haberlo comprendido antes y actuar en consecuencia (pág. 7). En esta constatación hay algo vertiginoso, porque nosotros conocemos los niveles insuperables de espanto que alcanzó la Segunda Guerra: nada salió ileso de ella, absolutamente nada. Escrita con innegable maestría, El miedo nos sigue invitando a reflexionar sobre los absurdos a los que los seres humanos hemos sido y somos capaces de entregarnos con estúpido entusiasmo. El testimonio de Jean Dartemont nos deja al acabar el libro un regusto ácido, pues parece que no hay redención posible y el destino de la novela en 1939 debió hacer pensar al autor que, realmente, no había ninguna posibilidad de redención.

Si El miedo es una novela dura y angustiosa, Todo fluye, de Vasili Grossman, no le va a la zaga.

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