martes, 3 de marzo de 2009

Hélène Berr. Diario


CHASSIDIM TANZEN

Bandera arrancada a la muerte

Con esa hermosa expresión comienza Flügel der Prophetie (“Alas de la profecía”), un bello poema de Nelly Sachs recogido en Viaje a la transparencia, Madrid, Ed. Trotta, 2009. Si he elegido ese verso es por su continuación:


Chassidim tanzen

Nacht weht

mit todentriβnen Fahnen


(Jasidismos bailan

Sopla la noche

con banderas arrancadas a la muerte)


Porque quiero hablar no del magnífico poemario (del que en otra ocasión debería hablar), sino de un libro que me ha impactado y que he releído a la vez que leía. Me refiero a Hélène Berr, Diario 1942-1944, Barcelona, Ed. Anagrama, 2009. Patrick Modiano ha escrito un prefacio magnífico y al final se ha añadido el texto Hélène Berr, una vida confiscada por Mariette Job. El libro llegó a mis manos porque una persona con una sensibilidad deliciosa lo estaba leyendo y me lo recomendó. Debo hacer exactamente lo mismo: recomendar la lectura de este absolutamente maravilloso diario de Hélène Berr.

En el París ocupado por los alemanes escribe Hélène Berr su diario entre 1942 y 1944 con la finalidad inmediata de que su novio, Jean Morawiecki, lo leyese. Tras una serie de avatares, la sobrina de Hélène, Mariette Job, depositó el Diario en el Centro de Documentación Judía Contemporánea (CDJC, Mémorial de la Shoah), que lo nos ha bendecido a todos haciéndolo público, porque es una verdadera bendición llegar a leer estas páginas.

El Diario se escribió en dos fases, pero es único. En la primera parte, que ocupa el año 1942, la autora mantiene un cierto optimismo (no falto de una lucidez admirable) pese a lo difícil que las autoridades estaban haciendo la vida a los judíos (refugiados, pero también a los franceses). Hélène revela su inmensa alegría, sus ganas de vivir y disfrutar de lo que tiene delante: “Y, sin embargo, todavía soy joven, es una injusticia que se trastorne todo lo que es límpido en mi vida, no quiero ´tener experiencia´, no quiero llegar a hastiarme, a desengañarme, a envejecer. ¿Qué me salvará?” (pág. 32). Estas ganas de vivir (que tanto me han recordado al primer Albert Camus) sólo se ven ensombrecidas por los nubarrones de la Ocupación: la obligación de coser a la ropa la estrella amarilla (¡como si pudiese ser algo infamante!), que será el burdo pretexto para detener al padre de Hélène. Sin embargo, ella sabe hacer frente a las adversidades: tiene su familia, sus amigos, sus libros, la música, los paseos por París y, sobre todo, a Jean, que ocupa frecuentemente su pensamiento. Es una joven a la que las pequeñas adversidades le pueden parecer un mundo, pero que no se asusta (el incidente del bolso o de los zapatos). Capaz de hacer observaciones talmúdicas: “Cuanto más se amontonan las desgracias, más profundo es este lazo. Ya no se trata de distinciones de raza, religión o rango social -nunca he creído en ellas-: está la unión contra el mal y la comunión en el sufrimiento” (pág. 104). Admirable en su fuerza juvenil para ayudar a los demás (los niños del patronato de la UGIF), preocupada por su familia... y enamorada, siempre enamorada de Jean y de la vida: “La biblioteca cerraba cuando Jean surgió en el umbral, fue como un sueño. Yo había deseado tanto verle que ya no lo esperaba; como en un sueño caminamos al anochecer a través del Carrusel, la avenida de l´Opéra hasta la estación. El Louvre era como una gran nave de oscuridad sobre el cielo más claro. Vamos a vernos tres días seguidos” (pág. 156). Quien conozca París puede hacerse una idea... Hélène Berr no sólo tiene sentimientos, sino que además -y eso la hace una excelente escritora- sabe expresarlos asumiendo el paisaje que la rodea de manera que ese paisaje se transforma en interioridad.

A partir de 1943 cambia el tono del Diario pues los acontecimientos se precipitan, el paisaje parisino es cada vez más sombrío y el campo de Drancy funciona a pleno rendimiento (y que se me perdone por expresarme así). Hélène, cuya escritura también ha variado, adopta una actitud más interrogadora: no entiende, pero al principio aún cree que ¡si los demás entendiesen..! Pero, como ella misma dice, “todo el mundo está demasiado ciego” (pág. 169). Sus preguntas son certeras: “Pero ellos [se refiere a los católicos], ¿qué han hecho con el Mesías?” (pág. 169). Es posible que Walter Benjamin se hubiese expresado de la misma manera -y me gustaría que alguien echase ahora un vistazo a Exodus, esa maravillosa obra de Marc Chagall. El dolor se va haciendo una presencia permanente, porque Hélène no se aísla: “Cuantos más afectos tienes, más personas que dependen de ti porque las quieres, o simplemente porque las conoces, más se multiplica el dolor” (pág. 176) y en medio de esta zozobra las inmensas ganas de vivir que la bestia no es capaz de arrancar de su hermoso corazón: “Es tan corta la vida, y tan preciosa” (pág. 177). Ve venir lo peor: “Pero no es miedo, porque no tengo miedo de lo que pudiera sucederme; creo que lo aceptaría, porque he aceptado muchas cosas duras y no tengo un carácter que se rebele ante una penalidad. Pero temo que mi hermoso sueño no pueda completarse, realizarse. No temo por mí, sino por lo bello que habría podido ser” (pág. 178). Quien en medio de la tempestad escribe así no puede ser sino un justo.


Podría continuar citando el Diario sin cansarme; gustoso reconoceré que en ocasiones mis ojos se han llenado de lágrimas: “Pensar que Jean las leerá tal vez [...]. Volveré, Jean, ¿sabes?, volveré” (pág. 193). La lucidez terrible de Hélène se afila con el paso de los días: “Que se haya llegado a concebir el deber como algo independiente de la conciencia, independiente de la justicia, de la bondad, de la caridad, muestra la inanidad de nuestra supuesta civilización [...]. Lo terrible es que en todo esto se ve a muy pocas personas in fraganti. Porque el sistema está tan bien organizado que los responsables aparecen poco” (pág. 212). El Diario acaba: “¡Horror! ¡Horror! ¡Horror!”.

Cualquiera que se acerque al Diario de Hélène Berr recibirá el impacto de una verdad que sigue molestando, que incomoda, pero que gracias a los testigos sigue ahí y que tenemos la obligación de no olvidar jamás. Sólo hay algo en lo que yo no estoy de acuerdo con Hélène y espero discutir un día con ella, que nos dice: “La única experiencia de la inmortalidad del alma que podemos tener con certeza es la que consiste en la persistencia del recuerdo de los muertos entre los vivos” (pág. 234). No, querida Hélène, hay otra experiencia que también tú nos ofreces: el amor, pues cuando se ama a una persona se le dice que no morirá nunca. Por eso, pese a la barbarie y a la brutalidad, tú sigues vive no sólo en la memoria de los que te recuerdan, sino por el amor que nos has dado y en el amor con el que te amamos. ¿Recuerdas el discurso de Aliosha Karamazov a los niños? También nosotros estaremos allí.

Sí, verdaderamente tú eres una bandera arrancada a la muerte.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Por qué tanta atención a autores judíos? El libro del que hablas fue escrito hace mucho, ¿no se deberías recordar al pueblo palestino? Opinas de forma desequilibrada.

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Respondo: puede que haya motivos personales, puede que me gusten... pueden mil cosas, pero lo que no entiendo es que usted se fije SÓLO en la identidad judía de los autores. Me parece que cuando se ve la religión o la raza antes que la persona, uno está ya en la línea de demarcación del racismo. Hélène Berr es una gran escritora. Shalom.

Ka dijo...

Hola.
Estoy leyendo el Diario y mi impacto es similar al tuyo.
Le recomendaría a Anónimo (el del primer comentario) que se lo leyera antes de caer en lugares comunes.
Si la srta. Berr hubiera sido palestina me habría impactado igual.
Escribe con maestría sobre el sufrimiento y, sobre todo, sobre la incomprensión ajena ante el sufrimiento propio.
Duele leerlo porque dice verdades que no han cambiado en 60 años (y probablemente no cambien).
Gracias por tu post.