miércoles, 20 de agosto de 2008

Ensayo. Aforismo. Nicolás Gómez Dávila


POR OTRO AUTOR



Ya he señalado que a veces llegamos a un autor por otro autor -así conocí yo a Ungaretti, como ya ha reseñado, a partir de un verso de Antonio Colinas. Pues bien, fue también a partir de otro autor, Álvaro Mutis en este caso, que llegó a mis manos un libro difícilmente clasificable, una colección de aforismos: Nicolás Gómez Dávila, Sucesivos escolios a un texto implícito, Ed. Áltera, Barcelona 2002 (en interné**: http://www.altera.net/). Se trata de un texto provocador escrito por alguien que se especializó en provocar -como Nietzsche, como Cioran- a través de aforismos que dan que pensar y contra los que uno se rebela. Algunos se quitan de encima a Nicolás Gómez calificándolo de reaccionario y confiando, así, en la magia de las palabras, pues siguen pensando que basta un arcano para descalificar a una persona. Ciertamente, clasificar es un vicio de los modernos (Perec lo ha demostrado sobradamente) que quieren medir hasta el campo convirtiéndose así en agrimensores. Borges enseñó que no era preciso estar de acuerdo con la teología de Dante para admirar y disfrutar La Divina Comedia; pero los necios -conjurados- se empeñan en descalificar con palabras vacías. Lo curioso es que algunos de ésos admiran profundamente a Yukio Mishima o a Céline -no digo que no lo sean literariamente, pero sí se puede pedir una pizca de coherencia.


Colacho Gómez, como le llamaban sus amigos, nació en 1913 en Bogotá y murió en la última década del siglo XX. Según se cuenta, cuando le llegó la hora de morir pidió que lo bajasen a su biblioteca personal, que contaba con unos treinta mil títulos. Llevó una vida tranquila, debido en parte a un accidente; fue un lector voraz, que conocía latín y griego (la lengua de Homero, pero también la de los LXX y la del Nuevo Testamento, en los dos últimos casos, ciertamente, como koiné). Me parece que, como a Nietzsche, se le puede llamar pensador aristocrático. Sin embargo, y a diferencia del amigo de los Wagner, Nicolás Gómez no pensó publicar nada en vida y sólo la tenacidad de algunos amigos obró el milagro de que algunos de sus escritos vieran la luz. No hay que estar de acuerdo con él para leer su obra y disfrutarla, pero tampoco es bueno empezar a leerlo lleno de prejuicios.


El estilo aforístico de la obra facilita su lectura; pero no se debe cometer el error de leerla de un tirón y abandonarla, pues de esta manera no se la habrá pensado. Sucesivos escolios a un texto implícito nos invita, además, a buscar las referencias para las que se escribieron esos escolios. Hoy en día los libros sobre los que se ha escrito apenas tienen valor, pero siempre he creído que eran precisamente los más valiosos; de hecho, en los textos medievales eran fundamentales los marginalia y ¿quién no querría poseer la edición sobre la que Wittgenstein leyó La Rama Dorada de Frazer? Me permito citar algún aforismo de los que aparecen en el texto que recomiendo:


“La sociedad industrial pone la vulgaridad al alcance de todos”
“El buen gusto aprendido resulta peor que el mal gusto espontáneo”
“Cuando el tirano es la ley anónima, el moderno se cree libre”“Escribir de manera vulgar le garantiza hoy al escritor un amplio círculo de lectores”

**Están entrando en la lengua común, convertida a veces en una jerigonza, una gran cantidad de palabras procedentes del mundo de la informática y que aún no sabemos bien cómo se dirán en castellano.. De entrada, prefiero decir “interné” a “Internet” -con mayúsculas de solemnidad; pero también podría decirse, más sencillamente, “la Red” dejando “interné” para referirse a la conexión a la Red (“¿tienes interné en casa?”). Los hispanohablantes tenemos que empezar a movilizarnos a fin de que el español (sin entrar en la polémica un tanto absurda de “español o castellano”) no acabe convertido, en lo que a las tecnologías de la información se refiere, en un dialecto de la lengua del Imperio, el inglés. Hay una ingente cantidad de palabras que tenemos la obligación de castellanizar, y no la Academia (cuya costumbre es llegar tarde y, con frecuencia, mal. Tenía razón Sábato al decir que fue una suerte que en la época de Cervantes no existiera la Academia), sino los hablantes. Sería bueno no tener miedo a ser radicales en este aspecto, porque además nos están empezando a devorar las siglas.

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